Palabra Clave (La Plata), abril - septiembre 2024, vol. 13, núm. 2, e218. ISSN 1853-9912
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Departamento de Bibliotecología

Dosier: Para una nueva historia de las bibliotecas en América Latina:
instituciones, representaciones y prácticas

¿Qué cosas hay que saber de las bibliotecas? Las ideas de Manuel Selva sobre la formación de los y las bibliotecarias en la Argentina (1937-1944)

Javier Planas

Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (UNLP-CONICET), Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata, Argentina
Cita sugerida: Planas, J. (2024). ¿Qué cosas hay que saber de las bibliotecas? Las ideas de Manuel Selva sobre la formación de los y las bibliotecarias en la Argentina (1937-1944). Palabra Clave (La Plata), 13(2), e218. https://doi.org/10.24215/18539912e218

Resumen: Se estudian las ideas con las que Manual Selva diseñó y dictó los primeros cursos de bibliotecología de la Argentina (1937-1944). Se analizan dos obras fundamentales del autor: Manual de bibliotecnia (1939) y Tratado de bibliotecnia (1944). Se interpreta que estas publicaciones, junto a los cursos, formaron parte de una apuesta de profesionalización de la actividad bibliotecaria. Se describen los fundamentos de la propuesta, las temáticas consideradas centrales y su contexto de emergencia. Se concluye que la iniciativa representó una torción en el sentido histórico del ámbito bibliotecario argentino, al crear una secuencia de contenidos legítima, fundar una metodología de trabajo, instalar un lenguaje especializado y dotar a la profesión de una misión social que la justificó.

Palabras clave: Historia de las bibliotecas, Historia de la bibliotecología, Formación bibliotecaria, Manuel Selva, Argentina.

Everything to know about libraries. Manuel Selva's ideas on the training of librarians in Argentina (1937-1944)

Abstract: The ideas with which Manual Selva designed and taught the first library science courses in Argentina (1937-1944) are studied. Two fundamental works by the author are analysed: Manual de bibliotecnia (1939) and Tratado de bibliotecnia (1944). It is interpreted that these publications, together with the courses, were part of a bid to professionalise the librarian activity. We describe the foundations of the proposal, the topics considered central and their context of emergence. It is concluded that the initiative represented a twist in the historical sense of the Argentine library field, by creating a legitimate sequence of contents, founding a work methodology, installing a specialised language and endowing the profession with a social mission that justified it.

Keywords: History of libraries, History of library science, Librarianship training, Manuel Selva, Argentina.

1. Introducción

La pregunta que convoca el título de este trabajo probablemente fue el punto de partida del proceso de investigación que condujo a Manuel Selva a ordenar y dictar los primeros cursos regulares y oficiales para la preparación de los y las bibliotecarias en la Argentina a finales de la década de 1930. Inicialmente, no parece del todo convincente fijar la atención o recargar las tintas en la competencia, la pericia o la voluntad de un individuo para hacerse cargo de ciertas demandas de profesionalización de todo un ámbito, en este caso, el bibliotecario, y canalizarlas a través de una tarea pedagógica concreta, como la de montar un dispositivo de enseñanza. Sin embargo, y en el contexto de la historia de la bibliotecología de este país, en la que solo se contaban proyectos formativos frustrados y una sobreabundante cantidad de reclamos postergados de diferentes asociaciones o personalidades interesadas en las bibliotecas, la figura de Selva abre una puerta de entrada a ese momento significativo que fue, con toda precisión, un pasaje o una bisagra entre un estado del campo bibliotecario de carácter más bien artesanal o heterogéneo, como lo era con anterioridad a 1937 —por fijar una fecha coincidente con el primer curso—, y otro que tomó la forma de un ámbito paulatinamente homogéneo, al objetivarse, por la acción del aula, los consensos epistemológicos y técnicos que debían seguir sus participantes de allí en adelante. Selva, por lo demás, no era un advenedizo. Y esto no es una novedad. Hace ya un cuarto de siglo, Alejandro E. Parada (1997) ubicó su trayecto biográfico en relación con el desarrollo práctico y conceptual de la bibliotecología argentina. Nacido en Guatemala y arribado al país en el trascurso de la primera década del siglo XX, Selva comenzó su carrera en el ámbito bibliotecario en 1912, al ingresar a la Biblioteca Nacional y desempeñar allí varias funciones, progresivamente crecientes en orden de responsabilidad. Si es necesario apuntar que su recorrido fue el de un autodidacta, que por cierto era el camino que siguieron muchos de los que produjeron algunas ideas sobre bibliotecas hasta la segunda posguerra; la formación metodológica que adquirió al trabajar con Paul Groussac en aquella institución le dio sustancia, rigor y polifonía a su obra bibliográfica y bibliotecaria: participó en la confección y la publicación de diversos catálogos de la Biblioteca Nacional; dio a conocer, de manera regular y durante una década, un estado de la producción bibliográfica de la Argentina en el diario La Nación; colaboró activamente como crítico en distintas revistas culturales y bibliotecarias, como La Literatura Argentina o el Boletín de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, y produjo, también, dos obras de particular interés para este ensayo, porque representan, de alguna manera, el contenido de sus cursos: Manual de bibliotecnia (1939) y Tratado de bibliotecnia (1944).

Enfocar la cuestión en Selva, o mejor, en su producción pedagógica, es también orientar la interpretación de un tema históricamente fundamental para las bibliotecas y la bibliotecología en la Argentina, como lo es el de la profesionalización — en el sentido que le atribuye a este proceso Peter Burke (2017) —, mediante la comprensión de las operaciones de sentido que diferentes personalidades hicieron jugar en este ámbito. No se trata aquí de restituir una biografía intelectual, aunque de algún modo hay en esta apuesta algo de la restitución que se orienta a recuperar una impronta personal en la historia (López Pascual, 2023; Pasolini, 2019), en este caso, al recobrar en los textos de Selva los argumentos que le dieron sustento a su proyecto de enseñanza en relación sincrónica con el campo en el que fueron formulados y, de este modo, evitar el déficit que significaría describir el itinerario de un tren sin conocer la estructura del ramal, según la socarrona pero efectiva descripción que formulara a propósito de los relatos de vida Pierre Bourdieu (1989). De este encastre necesario de lo biográfico en lo epocal, Parada (1997) identificó el modo en el que Selva trasvasó el principio de autoridad ganado en la experiencia de trabajo al lado de Groussac en la Biblioteca Nacional, y también en sus publicaciones, hacia ese otro ámbito, todavía sin límites precisos, como lo era el del aula. Ese movimiento era una posibilidad atribuible o coincidente, si se lo mira desde la perspectiva teórica de los campos (Bourdieu, 2002), con un estado de las cosas en el que las procedencias formativas de sus concurrentes eran diversas, no había acuerdos fundamentales sobre los protocolos técnicos y la diferenciación de competencias se mantenía casi igual a cero (Planas, 2019a). Ese pasaje del “saber hacer” al “saber enseñar un hacer” estuvo mediado, asimismo, por el ajuste de ciertos resortes institucionales que el mismo Parada recorrió con el objetivo de señalar el éxito obtenido por la obra pedagógica, que a su modo engendró los sucesores que relegaron el nombre de Selva al carácter de precursor de la bibliotecología moderna en la Argentina — en la acepción borgeana del término precursor—,1 razón por la cual, parece, Parada (1997, p. 21) propuso su investigación como el “tributo a un maestro olvidado”. Hay, entonces, una suerte paradojal en el destino de las ideas bibliotecarias de Selva que solo se percibe bajo la mirada global y retrospectiva que brinda la historia: si es constatable que los cursos del autor, expresión tangible de sus conocimientos, supieron crear un efecto disciplinar, la razón de esta creación de sentido hay que buscarla en la generación de una imagen sincrética acerca de lo que las personas podían hacer con una biblioteca y con todo un ámbito laboral — idea reforzada, desde luego, por el reconocimiento oficial que le concedió a los graduado y a las graduadas una posición simbólica diferencial—, y mucho menos en la originalidad y la potencia del contenido seleccionado, hecho que se comprueba en el rápido envejecimiento de ciertas técnicas y enfoques impartidos, reemplazados por los herederos de Selva al cumplirse seis años del inicio de la propuesta. En otras palabras, el examen de las nociones que el autor transmitió desde el aula constituye el centro gravitatorio de su intervención en el campo, pero a condición de comprender el sustrato semántico de sus consignas, el encadenamiento conceptual, la estructura cognoscitiva resultante y, muy especialmente, el don de la oportunidad temporal para hacer lo hecho.

La cuestión más general y a la vez específica de la historia de las ideas sobre bibliotecas en la Argentina y su relación con los intelectuales, comprendidos en esta noción los grandes nombres, como por cierto lo fueron los Paul Groussac o los Gustavo Martínez Zuviría, pero cuyo alcance también compromete a esas otras personalidades que ocuparon lugares marginales en el cuadro global de la historia, como el propio Selva, y que sin embargo resultaron altamente significativas en eso de modelar y transmitir mensajes y sentidos hacia una comunidad (Altamirano, 2013), en este caso, aquella vinculada con las bibliotecas; conforma en la actualidad una línea de estudio que comenzó a crecer en los últimos años con distintos enfoques o énfasis —moldeados en cada caso a los objetos de conocimientos—, pero que en conjunto propiciaron el redescubrimiento de testimonios olvidados, la organización de nuevos problemas y la apertura de puntos de conversación donde no los había. A los estudios que alguna vez se hicieron en relación con las ideas sobre bibliotecas, como el trabajo panorámico de Federico Finó y Luis Hourcade (1952), o el singular aporte de Horacio Jorge Becco (1981) sobre la figura de Carlos Víctor Penna, las indagaciones más recientes, ayudadas casi siempre conceptual y metodológicamente por las iniciativas procedentes de aquello que se conoció como el giro material en la historia intelectual (Saferstein, 2013), hoy se tiene otra perspectiva y otro conocimiento de la acción que varios nombres tuvieron en la construcción de la historia bibliotecaria, como la obra de Vicente G. Quesada en la Biblioteca Pública de Buenos Aires durante la década de 1870 (Buchbinder, 2018; Planas, 2023a); las propuestas de transformación metodológica para la organización de los repositorios bibliográficos al servicio de la cultura letrada en el período de entresiglos, en las manos de Federico Birabén, Paul Groussac (Planas, 2023b) y Luis Ricardo Fors (Dorta, 2022); la perseverancia de Nicanor Sarmiento por crear lazos relacionales entre los bibliotecarios mediante la organización de una asociación nacional en la época del Centenario (Agesta, 2023a); la tarea de Juan Pablo Echagüe y Carlos Obligado al frente de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares durante las décadas de 1930 y 1940 (Coria, 2023); la gravitante participación de Germán García y Nicolás Matijevic en la profesionalización de la bibliotecología y de las bibliotecas en el sudoeste de la provincia de Buenos Aires (López Pascual, 2022, 2023, 2024), o el legado de Josefa Emilia Sabor (Romanos de Tiratel, 2012), tal vez la persona más influyente en el ámbito académico de la segunda mitad del siglo XX.

En esa cadena de nombres, que a su manera representaron y traccionaron procesos, vínculos con otros nombres y redes de sociabilidad, recursos, políticas, esfuerzos y sentimientos; volver a Selva con la intención de interpretar algunas de sus producciones fundamentales y comprenderlas en relación con sus objetivos centrales, con las fuentes de inspiración en las que se basaron y enlazarlas con los contextos generales y específicos desde las que surgieron es volver, también, a las tecnologías de elaboración de un lenguaje compartido y reconocer los momentos formativos del ethos de una profesión novedosa para los años treinta en la Argentina: la del bibliotecario, y, con toda justicia, de la bibliotecaria.

2. Recuperar demandas, condensar saberes

Al describir el origen de los cursos dictados por Selva, Penna fijó el punto de partida de toda la iniciativa en una bolilla de los programas redactados por Alberto Zwanck para la Escuela de Servicio Social, que por entonces dependía del Museo Social Argentino y buscaba diplomar asistentes sociales formados en higiene, medicina social, legislación, economía política y demografía, entre otros saberes. El tema en cuestión se titulaba: “La biblioteca como factor de asistencia social constructiva” (Penna, 1945a, p. 4). Según la idea que retenía Penna de aquel momento, los y las estudiantes se mostraron interesados en profundizar las dos o tres clases destinadas al asunto. Esta inquietud, junto con la percepción para captarla y la voluntad para canalizarla institucionalmente que tuvo Ernestina Vila —vicedirectora de la escuela—, fueron las causas inmediatas que promovieron la creación del curso de bibliotecnia, que comenzó a dictarse en 1937. Hasta 1942, último año lectivo del que participó Selva, eso que se inició como un desprendimiento curricular desde la carrera de trabajadores sociales se había convertido en un ciclo anual de formación de bibliotecarios, estructurado sobre un plan de clases magistrales de dos horas por semana, complementadas con actividades prácticas, talleres específicos, visitas a diferentes bibliotecas y un examen de fin de curso. Según indicó Parada (1997), la limitada extensión de la propuesta pedagógica y, por lo mismo, la intensidad exigible al estudiantado, no conspiró contra la constitución de un programa de aliento profesional, debido a que su éxito reposaba en la combinación coherente de tópicos que alternaban conocimientos técnicos y humanistas o sociales, hecho que se observa en la secuencia de temas prevista en el programa: bibliotecnia y biblioteconomía; antecedentes del libro; el libro: fabricación, formato, impresión, cocido y encuadernación; incunables; historia del libro en el Río de La Plata; bibliografía; el fichado: teoría general y particularidades; catálogos; la clasificación y los sistemas de clasificación; paleografía; iconografía; administración de bibliotecas; tipos de bibliotecas: populares, especiales e infantiles; historia de las bibliotecas en Argentina.

El 18 de julio de 1938, apenas un año después de haber comenzado el curso, el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, vista la solicitud de las autoridades del museo, aprobó el programa con algunas ligeras modificaciones. Por esa estructura de contenidos y bajo aquella dinámica de clase se titularon al cabo de los seis primeros años 183 personas, mayormente mujeres. La instrucción era, como la llamó el propio Selva (1939, pp. 13-14), de carácter elemental, y habilitaba a sus graduadas y graduados a desempeñarse en cualquier biblioteca, pero en especial en las populares, aspecto que estaba en consonancia con los objetivos fijados por la dirección de la Escuela de Servicio Social para la iniciativa, que buscaba, por un lado, afianzar cierta perspectiva técnica que facilitara la organización de los repositorios y, por otro, forjar agentes en lo que por entonces se llamó asistencia constructiva, que procuraba el mejoramiento social mediante intervenciones basadas en la educación (Oliva, 2015; Rau, 2018), y que aplicado al ámbito de las bibliotecas se traducía como la capacidad o la competencia de los y las bibliotecarias para difundir “en el pueblo la afición a la buena lectura como medio de lograr su mayor elevación espiritual y moral” (Servicio social, 1942, citado por Parada, 1997, p. 35).

La anécdota histórica que narró Penna sobre el momento augural de la profesionalización de los bibliotecarios, aunque es constable en varios sentidos, no enseña adecuadamente los hilos con la que fue tejida, en especial, porque deja huérfanas de razones a las preguntas por las circunstancias que movieron a Selva a crear una articulación de temas y modulaciones bibliotecológicas que dieran sentido a los objetivos de amplio espectro de la Escuela de Servicio Social, pero que incluyeran también la satisfacción de ciertas demandas específicas del ámbito bibliotecario y de su reciente historia. Las respuestas a estas consignas están en el Manual de bibliotecnia y en el Tratado de bibliotecnia. El primero, constituye una manifestación directa de las fichas de clase del autor; el segundo, es una reelaboración profusamente ampliada de esta publicación, que incluye asimismo tres capítulos de tonalidad reflexiva y argumentativa de la tarea docente y del lugar del curso en la historia bibliotecaria del país. En el Manual, que apareció en 1939, es decir, pasadas las dos primeras cohortes de estudiantes, Selva fue explícito con el objeto pedagógico del libro, cuyas unidades estaban definidas por el programa avalado por el ministerio —programa, por cierto, escrito por él mismo en 1936—. La obra, según su pretensión, buscaba asir unos tópicos indispensables para cubrir un año completo de estudio, servir de soporte para sus exposiciones en el aula y contribuir como guía inicial de los y las alumnas. En las casi setecientas páginas de puro contenido que ofrece el manual no se puede decir que abunden las referencias o las disquisiciones eruditas: el tono es más bien llano, con un enfoque decididamente práctico y acompañado por una importante cantidad de ejemplificaciones, ilustraciones y cuadros sinópticos que auxilian la comprensión del texto. Este carácter del libro es, en parte, el objeto de su búsqueda, pero también el fundamento último del conocimiento fáctico del propio Selva. En sus palabras:

Al redactar el programa de este curso en 1936 no tuve en cuenta ningún por la sencilla razón de que no lo había ni aun en la Biblioteca Nacional. Me limité pues a recordar lo que en aquella repartición me había sido necesario aprender para desempeñarme, a conciencia, en mi cargo (Selva, 1939, p. 12).

Ese “a conciencia” no solo expresaba una representación del bien obrar según las pautas laborales que él aprendió a su tiempo y que ejecutó con presunta diligencia; incluía la exploración y la lectura, no de una obra-guía, que no la había, sino de un conjunto de textos considerados indispensables para realizar la tarea bibliotecaria, y que a posteriori cuajaron en el Manual. Dicho en otros términos, el libro creció sobre la base de una o varias rutinas de trabajo, pero su descripción quedó contenida y sustentada en unos conocimientos ya publicados por otros autores, y que fueron convocados, aunque no siempre de forma explícita, en cada capítulo —es necesario especificar, no obstante, que en un tramo del texto el autor ofrece un compendio bibliográfico de los títulos y las autoridades que consideró fundamentales en la materia, y que coinciden, como es lógico suponer, con las unidades del programa de estudio—. En cualquier caso, la operación semántica es de rigor: el corpus disciplinar que era la expresión histórica del campo fue leído, tamizado y reconvertido por Selva en una obra con potencia pedagógica. El Tratado conserva esta declinación docente, es decir, prolonga el didactismo que provee el estilo simple en la escritura, la inclusión de ejemplos, ilustraciones y referencias ampliatorias, pero la densidad explicativa cambió sustancialmente en algunos trayectos. No por nada el tratado está en dos gruesos volúmenes de más de seiscientas páginas cada uno: al lado del manual o de otros libros sobre bibliotecas editados en Argentina hasta 1944 se lo ve imponente, solo comparable, quizá, con la edición de Bibliotecas europeas y algunas de la América Latina, de Quesada (1877). Y, sin embargo, en esta llamativa ampliación poco hay de nuevo, con excepción de aquellos capítulos de carácter propedéutico que fueron mencionados, y en los que Selva enlaza la misión social de la biblioteca con la formación y el deber ser del bibliotecario; todas cuestiones que brindan una idea del punto de vista conceptual y sociológico desde el cuál pensó la bibliotecología y la enseñó. Lo demás, o estaba contenido en manual y fue objeto de reescritura, o se trató de agregados complementarios. Por ejemplo: mientras en el manual se incluyó un capítulo dedicado a la paleografía, en el tratado se incorporó a este tema uno de epigrafía y otro de manuscritos. En el balance bibliográfico que Finó y Hourcade hicieron de las publicaciones realizadas en la Argentina sobre la organización de las bibliotecas hasta 1952, no le conceden ninguna particularidad sustantiva dentro del cuadro general historiográfico que relevaron: del manual, destacaron su finalidad como soporte de enseñanza; del tratado, apenas subrayaron que se trató de una versión ampliada, “pero sin variaciones de doctrina” (Finó & Hourcade, 1952, p. 12). Los autores estaban en lo cierto en cuanto al contenido técnico propiamente dicho de las obras de Selva: un año después del tratado, Penna publicaba Catalogación y clasificación de libros (1945b), una obra que no sólo contenía instrucciones precisas, estandarizadas y homologadas internacionalmente, sino que además representaba un nuevo avatar en la historia del campo, que dejaba atrás el momento del amateur de biblioteca y del saber generalista, para comenzar el tiempo de la preminencia del experto y del conocimiento especializado (Planas, 2019a).

Sin embargo, Finó y Hourcade dejaron sin leer la clave temporal de las obras de Selva. Cierto es que no era su objeto de conocimiento directo, pero no es menos evidente que ellos mismos —junto a Penna—, como sucesores teóricos, como continuadores de la tarea docente de Selva en el Museo Social Argentino, necesitaron romper con el vínculo que los unía a la tradición que el maestro representaba. En esta operación de reposicionamiento (Bourdieu, 2002), se limitaron a subrayar lo evidente, es decir, que el manual estaba formado por las fichas de clase, y dejaron escapar otra obviedad: que ambas instancias no son necesariamente dependientes. La preparación de contenidos y su disposición didáctica no requiere de ninguna publicación como paso previo, simultáneo o posterior. Pero resulta que aquí los porqués del Manual y el Tratado son los mismos que los porqués del curso. Y esto se constata en la perspectiva que adoptó Selva para leer la historia bibliotecaria de la Argentina y, en esta razón heurística, justificar en sus propios términos el sentido de la formación de los y las bibliotecarias. Tanto en el manual como en el tratado, aunque de forma explícita en este último, prevalece la idea según la cual el sentido social de los cursos estaba vinculado con la insostenible situación de precariedad organizativa de las bibliotecas, hecho que desalentaba la frecuentación de los y las lectoras por la falta de respuestas a las demandas más sencillas:

Por experiencia propia sé que el fracaso de las bibliotecas viene del desaliento del lector. El libro que no se halla aunque se sabe que está en la biblioteca; el dato que se pide inútilmente porque el bibliotecario ignora dónde hallarlo; la desorientación ante los métodos arbitrarios y absurdos de clasificación; porque —¡parece increíble!— cada bibliotecario quiere inventar su método y ordena las materias a su antojo y cada uno tiene que encontrar malo lo que hizo el anterior (Selva, 1944, t. 1, p. 32).

Entonces, una razón de prioridad indicaba que, antes que administrar la buena lectura en el pueblo —como lo demandaba el principio moral que regía la Escuela de Servicio Social—, había que organizarla, es decir, hacerla accesible. Selva explicaba que esa situación crítica a la que se había arribado en el final de la década de 1930 estaba relacionada con las dos fases distintivas del ciclo bibliotecario: la primera, comenzada en 1870 con el fomento y la creación de las bibliotecas populares en todo el territorio nacional; la segunda, casi setenta años después, se iniciaba con sus cursos para la formación de profesionales. Este desfasaje era el resultado, según el autor, de una creencia que pervivió en las autoridades, y a partir de la cual se confió demasiado tiempo en los beneficios culturales de la progresión cuantitativa de las bibliotecas, sin producir al mismo tiempo los artificios necesarios para su racional administración. Si esta era la rigurosa verdad, ello no significaba que nadie hubiera pensado en la necesidad de hacer del oficio bibliotecario una profesión. El propio Selva consideró como antecedente suyo la carrera, finalmente frustrada, que intentó organizar la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires en 1922, de la mano de Ricardo Rojas. Desde Selva en adelante (Fernández, 1996; Fino & Hourcade, 1952; Parada, 2009; Silber, 2021), se consideró que este proyecto no fue diagramado de acuerdo con las condiciones materiales de las propias bibliotecas y de las que estaban asociadas al empleo en ellas. En los términos del autor:

Se cayó en el error de creer que el cuidador de una biblioteca —popular, generalmente— podía disponer de varios años y bases de instrucción suficientes para empezar el estudio del latín, el griego, dos o tres lenguas más y otras materias necesarias sin duda a un bibliotecario superior, pero fuera del alcance del cuidador de salas de lectura con sueldos entre sesenta y ciento cincuenta pesos (Selva, 1944, t. 1, p. 20).

Selva había acertado al enunciar el desajuste entre la propuesta creada en la universidad y la situación del campo bibliotecario. Asimismo, y aun cuando se estaba en proceso de absorber el enorme sacudón institucional que significó la reforma universitaria en 1918 como proceso democratizador (Bustelo, 2018), las brechas simbólicas y materiales que existían entre la universidad y, por ejemplo, las bibliotecas de los barrios porteños, todavía eran insalvables. Por lo demás, parece poco probable que Rojas y sus colegas, principalmente Rómulo Carbia y Emilio Ravignani (eminentes historiadores de la época), hubieran salido del círculo generado por las demandas que ellos mismos sostenían con relación a la profesionalización de las bibliotecas y los archivos eruditos (Silber, 2021). A todo esto, no era la primera vez que se escuchaba un reclamo semejante. Los varios relevamientos y análisis disponibles sobre la cuestión son coincidentes al informar que en las primeras dos décadas del siglo XX varias voces se expresaron a favor de crear una escuela de bibliotecarios, y no solo en relación con la vertiente letrada, que requería poner en orden los repositorios para contar la historia de la nación como una de las maneras de entender un presente acuciado por los problemas generados por la inmigración, las izquierdas y la representación política; en esta misma coyuntura, y en conjunción sinérgica, se hallaban comprendidas las expresiones de Sarmiento y la Asociación Nacional de Bibliotecas, que fueron persistentes en exigir a las autoridades el perfeccionamiento técnico del personal bibliotecario (Agesta, 2023a), comprendido en este esquema como el intermediario clave entre los estantes y el público, y garante, finalmente, de esa prédica por el amor a la lectura que, entre otras finalidades, proponía abordar desde el didactismo institucional el problema de la nación. Pero, con excepción de unos cursos aislados propiciados por Federico Birabén en 1909 sobre el uso de los protocolos del Sistema de Clasificación Decimal, todas las iniciativas habían quedado en los meros enunciados.

Parado sobre el final de la década de 1930, Selva pudo percibir que la precaria condición organizativa de las bibliotecas estaba estrechamente vinculada con el hacer autodidacta, producto de esa deuda institucional con relación a la formación de especialistas. Esa idea según la cual “cada bibliotecario quiere inventar su método y ordena las materias a su antojo”, y que está presente de manera transversal y persistente en el manual y en el tratado, explica la potencia transformadora que el autor le atribuye a los cursos como instancia oficializada y razonada del binomio enseñanza-aprendizaje, es decir, un proceso muy diferente de la adquisición de conocimientos que cualquier hijo de vecino pudiera hacer por sus propios medios en los textos que hasta ese momento se habían publicado sobre bibliotecas en Argentina. En este punto el curso requería desplazar los sentidos múltiples que generaba la lectura de esa suerte de archipiélago cognitivo que formaban los libros del rubro para consolidar, en reemplazo, un bloque de autoridad desde el cual sancionar el carácter de las producciones pretéritas y venideras, certificar calidades y dictaminar las inclusiones y las exclusiones en el renovado ámbito bibliotecario. Todas estas cuestiones estaban poco claras hasta ese momento, y aún el propio Selva se mostraba inconsistente en el uso de los criterios. En la bibliografía biblioteconómica que presentó en el manual, por ejemplo, fueron rescatadas las obras de Amador Lucero, Nuestras bibliotecas desde 1810 (1910); Juan Túmburus, El bibliotecario práctico (1915); Santiago Amaral, Manual del bibliotecario (1916); José V. Jordán, La acción social de las bibliotecas públicas (1928), y Ernesto Nelson, Las bibliotecas públicas y su misión social (1921). Si no fuera porque de este último autor Selva tomó largas citas para darle forma y completar algunos tramos centrales de sus dos obras pedagógicas, resultaría llamativo que, en este repertorio de probable utilidad para los y las estudiantes del curso, haya escogido el folleto citado y no Las bibliotecas en los Estados Unidos (1927), obra fundamental entre los trabajos de Nelson, y a la que Selva coloca en el panteón al decir que era “el único libro entre nosotros [que] daba la visión panorámica de lo que debía ser una biblioteca y un curso de biblioteconomía” (Selva, 1939, p. 12). Su inclusión en el manual funcionó como la puerta de salida de la Biblioteca Nacional, que era el manantial práctico al que recurrió Selva para solventar los aspectos técnicos de sus obras, y el ingreso al universo social que sugería la tradición bibliotecológica norteamericana, aspecto, este último, que se ajustaba a la vocación intervencionista de la Escuela de Servicio Social para los cursos.

En esa línea —la que vincula la biblioteca con lo social—, resulta muy escasa la inclusión de dos párrafos aislados —literalmente dos párrafos— que en otra parte del manual, Selva le dedicó a Nuestras bibliotecas obreras (Giménez, 1932), el libro del reconocido médico y dirigente del Partido Socialista, Ángel M. Giménez (Sik, 2016). Es sabido que, tanto el Partido como la acción de los militantes al margen de su estructura, fueron tenaces promotores de las bibliotecas como ámbitos de transformación progresiva de la sociedad a partir de la instrucción y el recreo de los y las lectoras en los barrios porteños y en una importante cantidad de ciudades del interior de país (Planas, 2022b). De estos aspectos y de la organización propiamente dicha de los libros el trabajo de Giménez brinda una buena idea, de las que Selva solo rescató el uso del Sistema de Clasificación Decimal, al tiempo que relegó su valor como fuente de consulta para otros aspectos, como es el caso de las técnicas de fichado, y descuidó completamente su potencia como una vertiente bibliotecológica poderosa del ámbito local. En cambio, escogió darle toda una sección a la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares dentro del capítulo dedicado a la biblioteca pública, donde reconoció la acción de la institución, en especial, con posterioridad a 1908, y de manera más enfática desde la asunción de Juan Pablo Echagüe en 1931, que es el punto a partir del cual los caminos de Selva y de la Comisión Protectora se cruzaron en más de una oportunidad. El Boletín de la Comisión Protectora de las Bibliotecas Populares es testigo de estas intersecciones, así como también las audiciones de radio auspiciadas por el organismo, en las que el autor tuvo la oportunidad de participar con algunas exposiciones que luego fueron incorporadas en el Tratado. Además de cierta proximidad ideológica, este acercamiento era de mutua conveniencia, no solo porque Selva, reconocido en el mapa cultural de la época, prestigiaba las iniciativas de la Comisión Protectora y se prestigiaba participando en ellas, sino porque de manera paulatina la entidad fue interesándose en la profesionalización de los y las bibliotecarias, a tal punto de promover una biblioteca especializada en el año 1944, de cuya creación, catalogación y clasificación tomaron parte profesores y estudiantes de los cursos de bibliotecología del Museo Social Argentino, al comando, en ese momento, de Penna y Finó (Coria, 2024). De esta manera, entonces, Selva leyó la historia de las bibliotecas en una dirección: ubicó a las populares dentro de las públicas y a las obreras, esas que eran el objeto de conocimiento de Giménez, dentro de las bibliotecas especiales, a las que les asignó, por lo tanto, otra misión. En cualquier circunstancia, ni los socialistas ni la Comisión Protectora llegaron a formar bibliotecarios o bibliotecarias: sus trabajos correspondieron a esa etapa histórica de expansión cuantitativa que, en la lógica del autor, había llegado a un punto crítico.

3. La organización de un diagnóstico

La tríada que conformaron el curso, el manual y el tratado buscó operar sobre el sentido histórico del campo al anteponer un nuevo principio jerarquizante dentro del cual todos los textos creados con anterioridad para ayudar a los bibliotecarios, algunos probablemente más leídos que otros y al mismo tiempo leídos de maneras diferentes, habían contribuido a potenciar la diversidad de criterios de organización en las bibliotecas y a fomentar en los espíritus amateur una forma de creatividad que al autor le parecía totalmente repudiable. La obra pedagógica de Selva se justificaba y remitía, de este modo, a un diagnóstico del estado de las bibliotecas que debió elaborar con retazos de información dispersar en varias fuentes. Y esto, en buena medida, porque los registros oficiales eran del todo deficientes y, en general, de alcance cuantitativo. Así, por ejemplo, tanto las memorias de la Comisión Protectora que cita en el manual, y también las que no cita, no presentaron más datos que el progreso numérico medido en cantidad de bibliotecas, volúmenes, lectores y presupuesto invertido.2 Para la entidad, los métodos de organización no fueron objeto de conocimiento prioritario, aspecto que se constata en las pautas vinculadas con los reportes de inspección durante las décadas de 1910 y 1920 (Fiebelkorn, 2018; Monay, 2022; Planas, 2022a). Selva tampoco pudo tomado un juicio panorámico, sistemático y a la vez crítico de un autor particular, a la manera del libro de Marian S. Carnovsky (1941), Introducción a la práctica bibliotecaria en los Estados Unidos, y que fue, en cierta medida, el que le abrió los ojos respecto de los excesos celebratorios que prevalecían en la obra de Nelson con respecto al sistema de bibliotecas en América del Norte (Selva, 1944, p. 35). Selva echaba de menos la falta de un estudio que, como estos, hiciera una revisión a fondo de la cuestión bibliotecaria en Argentina. En cambio, debió conformarse con ensayos difusos y poco estructurados, además de sus propias observaciones, limitadas, como es lógico, al campo de la experiencia.

Un ejemplo de lo primero está en el trabajo de Amaral (1916). Un manual muy sencillo de comprender y aplicar, que su autor dice haber escrito porque numerosas bibliotecas argentinas carecían de catálogos metódicos para la organización de los libros. Algo similar se puede leer en la obra de Túmburus (1915), quien sostenía que muchos bibliotecarios improvisados desdeñaban catalogar por considerar que esta era una tarea menor, cuando, en rigor, de ella dependía la buena marcha de la biblioteca. Un autor y otro fundaron sus manuales instructivos en ese principio conceptual que Selva iba a retomar, pero ninguno entregaba un verdadero conocimiento del campo. Quien realmente había realizado una evaluación general sobre el sistema bibliotecario argentino era Lucero (1910), a quién se le había encargado esta tarea como parte del balance de época presentado en el Censo general de educación de 1909. El autor del informe había esbozado una comprensión histórica y sociológica de la bibliotecología del país y, en particular, presentaba una áspera crítica de los resultados obtenidos por la Comisión Protectora durante su período decimonónico (Planas, 2017). Todo lo bueno de esta obra, incluido el resultado del censo propiamente dicho, quedaba demasiado lejos en el tiempo para la utilidad que Selva pudiera hacer de ella como diagnóstico preciso para comprender su presente. Algunos trabajos cercanos al momento del curso y de los libros, como el de Jordán (1928), tampoco aportaron demasiado a la cuestión, puesto que decidieron privilegiar un tipo de discursos más bien moralizante sobre la biblioteca. En la línea del socialismo, en 1937 Giménez creyó necesario presentar, visto el estado del sistema bibliotecario de la Argentina, un proyecto de bibliotecas públicas, que incluía una reforma considerable de las atribuciones de la Comisión Protectora. En los fundamentos de la iniciativa, sin embargo, la tónica argumentativa giró en torno a las generalidades, sin adentrarse en la descripción del objeto que la ley sugerida venía a modificar. En cambio, insistió con un leitmotiv, que deberá tomarse como un consenso de época, y que se encuentra en Giménez y en otros autores y publicaciones de los años veinte y treinta: “el empirismo más infantil rige en la mayoría de las bibliotecas, la más incoherente organización; cada una tiene su método de clasificación…” (Giménez, 1937, p. 36). Las palabras son, conceptualmente hablando, las mismas de Selva y las mismas incluso que las que utilizó un acérrimo crítico de los cursos del Museo Social: Alfredo Cónsole. En la primera edición de El bibliotecario y la biblioteca (1928), el autor denunciaba el paupérrimo estado en el que se encontraban las instituciones, cuyos libros, por falta de organización y adecuación a las necesidades del público lector, quedaban olvidados en los anaqueles, “sirviendo de pasto a los insectos bibliófagos” (Cónsole, 1928, p. 14). Con cierta dosis de dramatización y frases explosivas, Cónsole atribuyó esas faltas a las carencias formativas de los bibliotecarios, a la burocratización de la actividad y, también, a la calidad de los libros que pudieran auxiliar a quiénes sostenían un interés genuino en relación con las bibliotecas:

Los tratados de biblioteconomía publicados hasta hoy no satisfacen porque sus enseñanzas son vagas y se reducen a unas cuantas bibliotecas, pues nada dicen acerca de muchos otros asuntos de igual importancia dentro de la materia. De ahí que los pocos bibliotecarios competentes que existen se han formado solo en la práctica, haciendo gala de inteligencia y constancia (Cónsole, 1928, p. 16).

Esa formación en la práctica era la de Selva, y constituía también el material con el que estaba hecho el prisma desde el cuál juzgó su presente, aunque en el tiempo que transcurrió entre el Manual y el Tratado pudo incluir más pruebas de lo que le dictaba la experiencia —y la suma de experiencia de sus contemporáneos—. En los cursos, como actividad de seminario, envió a los y las estudiantes a realizar un relevamiento de información en las bibliotecas de Buenos Aires, entre cuyos resultados pudo constar que, “de cincuenta instituciones, solo ocho habían merecido la calificación de correctas” (Selva, 1944, t. 1, p. 42). Del marasmo rescató algunas bibliotecas socialistas y otras municipales. El resultado era crudo: cerca de dos millones de libros estaban fuera del alcance público por falta de catálogos razonablemente elaborados. Esta situación, alegaba, era susceptible de modificarse a la brevedad, pues la presencia de los y las egresadas del Museo Social ya hacía sentir sus efectos. No obstante, las condiciones de las bibliotecas en el interior del país, donde las manos profesionales tardaban en llegar, le parecían preocupantes. Los datos a partir de los cuales arribó a esta idea no parecen provenir de ninguna pesquisa. Sin embargo, no es muy difícil imaginar que Selva pudo reunir lo que él y sus estudiantes vieron de malo en las bibliotecas porteñas con algún conocimiento más bien informal o disperso sobre la situación en las provincias y producir, con todo, una caracterización. En cualquier caso, advertía sobre tres problemas comunes. El primero, se refería al orden de los libros en el estante, que en muchas bibliotecas eran reunidos por materia en lugar de disponerse por tamaño, practica aconsejada por Selva y sugerida, hasta ese entonces, por gran parte de la literatura bibliotecológica vernácula. Esta idea, que pocos años después cayó en desuso, encontraba dos fundamentos: por un lado, al igualarse todos los volúmenes la altura del estante se ajustaba con precisión, y, de este modo, el espacio se ocupaba con eficiencia, al tiempo que se evitaba que los grandes formatos se apoyaran sobre los más pequeños; por otro, una poderosa razón estética impulsaba a los autores de esta época a preferir la simetría y la uniformidad visual que entregaba el perfecto alineamiento: “un libro bajo, al lado de uno alto, luego dos o tres bajos y así todo el anaquel. Esto se repite a lo largo de las estanterías, presentando el más desagradable efecto estético” (Selva, 1944, t. 1, p. 21). El segundo problema también se vinculaba con la perspectiva visual del espacio. El autor no disimulaba nada el fastidio que le daba ver pegado sobre el lomo de los libros etiquetas groseras, escritas con las más insólitas signaturas topográficas, que combinaban varias letras y números, según un sistema que el autor declaraba obsoleto, pero que, sin embargo, textos como el de Túmburus o el de Amaral habían aconsejado. La tercera cuestión, con seguridad, era la más importante. Se trataba del catálogo:

Si le pedimos el catálogo al bibliotecario, sufriremos, seguramente, la tercera decepción. Es posible que nos enseñe una libreta en la que estarán anotados los libros, cuando mucho, por la primera letra del apellido del autor: algún bibliotecario más prolijo tenderá una libreta “por materia”. Es posible que esta materia no sea más que el título del libro (…). Estos cuadernos nunca darán idea de lo que contiene la biblioteca (Selva, 1944, t. 1, p. 22).

Parece haber un dejo de sorpresa en Selva cuando analiza esta cuestión, porque, según su perspectiva, el fichado era relativamente fácil de hacer, y todos los manuales que él mismo citó y otros que dejó sin mencionar se refieren a la misma cosa, esto es, el registro del apellido y nombre del autor, el título, el lugar y la fecha de edición, y el formato. De esta simple base los ejemplos podían crecer en complejidad, tal como anotó en sus textos; pero, el mecanismo de identificación y representación se mantenía idéntico, por la misma razón que las categorías bibliográficas eran estables desde muchos siglos atrás. Quizá la perplejidad del autor ante este dilema estaba relacionada con una percepción que no terminaba por definir o poner en palabras asertivas: las personas a cargo de las bibliotecas subvaloraban la función del catálogo. Esta era una razón que, con toda justicia, explicaba mejor las deficiencias en la confección de esta herramienta que la tarea propiamente dicha que demandaba su composición. Algo de esto retuvo el autor cuando constató la existencia de una relación casi causal entre la ausencia de catálogos, el volumen reducido de los acervos y el recurso a la memoria que hacían los y las bibliotecarias para manejar la colección. Así, por ejemplo, cuando se refirió a las bibliotecas escolares, generalmente poco numerosas, comentó que sus responsables se engañaban al pensar que podía cumplir su misión con el solo recuerdo de los títulos: “…en cuanto pasan de un millar, siempre es inexacto” (Selva, 1939, p. 389). No resulta arriesgado, entonces, suponer que esta situación pudiera replicarse en las bibliotecas populares. Según registró Coria (2023), hasta 1939 la Comisión Protectora informaba que cerca del 60% de las instituciones subsidiadas contaban con menos de dos mil volúmenes, siendo el 30% las que no llegaban al millar. Todo lo cual hace pensar en un problema enorme, del que a menudo no se ha tomado muy en cuenta, y que Selva bordeó con insistencia, pero sin precisar los profundos motivos por el supuesto menosprecio que se tenía en las bibliotecas por el catálogo. Por el contrario, la invención o adaptación libre de los sistemas de clasificación existentes parece haber despertado un entusiasmo inusitado. Pero esta circunstancia estaba lejos de ser alentadora, porque para Selva se trataba del mismo desdén por la disciplina y el trabajo en las bibliotecas, que debía ser riguroso y apegado al conocimiento generado, en lugar de improvisar taxonomías y métodos basados en lo práctico, es decir, en la idea según la cual cada biblioteca era de una especie única y, por lo tanto, requería soluciones igualmente singulares. Solo una distancia entre el saber y el hacer justificaban tal estado de cosas. La cuestión a resolver no era del todo o enteramente técnica: el problema era identitario. Y a este objeto se lanzaba el curso, o, al menos, esas eran las expectativas del autor.

4. ¿Qué es un bibliotecario?

La pregunta que abre este pasaje fue formulada por Selva en el Manual (1939, p. 19) y repetida en el Tratado (1944, t. 1, p. 61). Pero el autor evitó transitar los evidentes visos ontológicos que planteaba la cuestión y declinó su propuesta en términos casi operativos: un bibliotecario se define por aquello que sabe hacer. Casi operativos porque, en este plano, la espesura de la respuesta no depende de un apartado circunscripto; se halla en los gestos que colaboraron con esa apuesta de profesionalización de la bibliotecología que impartió desde las aulas, y que debió fluir entre la producción de un lenguaje, la formación de una ética, la institución de unos contenidos, la socialización de pares y el despertar de una vocación. En definitiva, la invención de un ethos para los y las bibliotecarias de la Argentina en el final de la década de 1930.

La cuestión comenzó con la forja de un vocabulario que buscaba religar el hacer práctico a una disciplina. Pero, ¿qué disciplina? Bibliotecnia fue el término escogido por Selva para designar el ámbito de formación al que estaba abocado, aunque reconocía que el vocablo biblioteconomía era empleado con mayor frecuencia para estos fines, pero su alcance le parecía un tanto limitado. Inventando en Francia por Constantin en las primeras décadas del siglo XIX para distinguir el saber de biblioteca de los que correspondían a la bibliografía y al arte de librería (Balsamo, 1998), su empleo había sido frecuente y extendido, aunque el alcance se restringió progresivamente durante el siglo XX, hasta quedar comprendido dentro de la bibliotecología (Buonocore, 1976). Selva reconocía en la biblioteconomía la doble articulación que habitualmente se le concedía: una administrativa, relacionada con la burocracia, la gobernabilidad y la política de la institución, y otra técnica, vinculada con el fichado y la clasificación. Junto a la biblioteconomía, la bibliotecnia comprendía la bibliografía, que se ocupaba de la descripción material de los libros y del conocimiento de sus condiciones de producción y circulación, así como también de sus características históricas y filosóficas. La bibliotecnia, entonces, integraba esos dos ámbitos para conformar, en la reunión, el horizonte que Selva imaginaba para los y las bibliotecarias, y que a su tiempo había tomado del Dizionario esegetico tecnico e storico per le arti grafiche…, de Giuseppe Isidoro Arneudo, que les atribuía una competencia integral con relación al libro y a sus ámbitos, pero también un sentimiento hacia la cultura que estaba incluida en ello. De este modo, el autor optó por un camino entre otros; un camino que nadie siguió en lo sucesivo, al menos en lo que se refiere a la adopción del término bibliotecnia para identificar el saber del campo, cuyos miembros rechazaron este uso como sinónimo de bibliotecología, y lo consideraron apenas en su remisión etimológica: arte manual o fabricación del libro (Buonocore, 1976). Sería un equívoco, sin embargo, querer encontrar en el Manual o en el Tratado una labor epistemológica fundante —aunque algo de esto estuvo presente—. El trabajo de Selva, que es el que fue a parar a los oídos de los y las estudiantes, y que de algún modo está representado en estas obras, requirió transferir más certezas que cavilaciones, justificadas quizá por la brevedad de los cursos antes que por una declinación personal. Tampoco hay que confundir el lenguaje del saber que procuró tomar entre sus manos con las nominaciones atribuidas a la disciplina —que, por otra parte, aún estaba en ciernes—. Basta con tomar el índice analítico del manual o el exegético del tratado para hacerse una idea global de las palabras en juego, y también de las autoridades que aparecen mencionadas, como para aproximarse al proceso de construcción de un vocabulario, que es la condición de posibilidad para la emergencia de un colectivo, cuyo entendimiento mutuo, el de pares, ha de buscarse desde entonces en las afueras del habla cotidiana (Burke, 2017). Un catálogo significaba, para los diccionarios ordinarios de la época, “memoria, inventario o lista de personas, cosas o sucesos, puesto en orden” (RAE, 1936, p. 271); pero, al pasar por la retorta de campo, el catálogo se transformó en una herramienta, en un objeto que representaba un conjunto de tareas, y cuyas cualidades dependían a su vez de ciertas decisiones conceptuales y procedimentales que los y las bibliotecarias comenzaron a utilizar para definir tipologías, nociones o acciones. Y entonces se habló de catálogos alfabéticos, topográficos, sistemáticos, diccionarios, colectivos, razonados, etc. Todo este movimiento pudo parecer de lo más extravagante a ojos extraños, pero se trataba, en rigor, de la erección un código, de una jerga que opuso de forma paulatina una brecha entre los especialistas y los advenedizos.

Esos nuevos santos y señas que comenzaron a circular en el aula encontraban su ámbito de aplicación en la biblioteca, cuyo sentido social, en boca de Selva, obró como una significación aglutinante de la comunidad bibliotecaria. Desde luego, la idea que expresó el autor no estaba muy lejos del espíritu que pretendía impartir la Escuela de Servicio Social en la que se radicaban los cursos, aunque adquirió, como es lógico suponer, sus propias inflexiones. Una de ellas se ancló en la historia. A falta de una epistemología consistente, y probablemente en relación con la incipiente profesionalización global de la disciplina, que tuvo sus primeras escuelas regulares en el final del siglo XIX (Barbier, 2015), Selva buscó darle a los y las estudiantes una tradición en la que apoyarse. Tiempo más adelante, cuando Penna se hizo cargo del rumbo de los cursos, criticó el espacio que el autor le había dado a estos contenidos, en desmedro de otros que él consideraba más importantes, como el aprendizaje de las normas de catalogación (Penna, 1945a). Pero Selva no se había equivocado. El horizonte de la estrategia era del todo coherente con el juego conceptual que había propuesto y quería proyectar. En él, la biblioteca era un objeto social que se remontaba hasta los cimientos de la civilización, y la imprenta y el libro, principios fundantes de la democratización de la lectura. Aun cuando la interpretación historiográfica presente en el Manual y en el Tratado pudiera someterse a juicio, lo que de verdad estaba en juego era un argumento que comprendía y reclamaba, en consonancia con esa historia ejemplar, ligada por otra parte a ciertos valores occidentales como los de libertad e igualdad, un reconocimiento parejo para la actividad de los y las bibliotecarias. En la perspectiva del autor, era sustancial que sus estudiantes pudieran encontrarse en esa genealogía, que no solo era la de Alejandría o la de Gutenberg; también comprendía la imprenta en el Río de la Plata, la Biblioteca Pública de Buenos Aires y, muy especialmente para él, la figura de Groussac.

La segunda inflexión sobre el sentido social de la biblioteca no era ajena a una perspectiva histórica, aunque esta no es reconocible en los capítulos propiamente históricos de sus obras, sino, ante todo, en una comprensión global del ámbito bibliotecario. Se trataba de aquello que el autor denominó la misión social de la biblioteca, aunque, para seguir con exactitud sus ideas, se requiere hablar de las misiones sociales de las bibliotecas (en plural). Especialmente en los pasajes introductorios al Tratado, pero presente también en el examen que realizó sobre las tipologías de bibliotecas en sus textos, Selva distingue dos grandes conjuntos de instituciones: las de lectura, por un lado, y las de estudio, por otro. Entre las primeras, ubicó las públicas, las populares, las circulantes y las de clubes; entre las segundas, las nacionales, las universitarias, las especializadas y las escolares. Si bien en otros fragmentos del trabajo las reunió de acuerdo con las características de los fondos bibliográficos, esto es, generales y temáticos, con la intensión de adaptar mejor las técnicas de clasificación y fichado, en lo que concierne a la participación social de los y las bibliotecarias aquella escisión explica mucho mejor el sentido de la apuesta. Si a las bibliotecas de estudio no las interpeló directamente, con excepción de tramos muy específicos que les dedicó a los avatares cotidianos de la Biblioteca Nacional en la que se desempeñaba; a las de lectura, a las personas a cargo de ellas o las que de manera eventual iban a trabajar en estos ámbitos, les habló de manera constante, con intervenciones concretas, pero también de forma transversal a través de cada tópico, de cada enseñanza. Desde luego, esto no era de extrañar por el contexto institucional de los cursos, aunque, como quedó dicho, Selva debió producir una significación precisa en relación con la biblioteca. Y en este plano, nada nuevo hubo bajo el sol. Baste citar aquí las palabras inaugurales del primer capítulo del tratado que, justamente, llevaba por título: “Las bibliotecas. Su misión”:

Dos etapas distintas, dos épocas diversas, dos formaciones que aunque independientes, se siguen en la vida intelectual del hombre, concretan la acción toda del Estado en lo que se refiere a la felicidad mental del ciudadano: disciplina y saber; que es igual que decir: Escuela y Biblioteca; profesores y libros (Selva, 1944, t. 1, p. 29).

Escuela y biblioteca; educar e instruir. Con anterioridad a la década de 1870, Domingo Faustino Sarmiento había insistido en esta distinción elemental entre las funciones de una institución y otra, pero esencialmente en el efecto de complementariedad al que estaban destinadas (Planas, 2017). En esta articulación, que había tomado del pedagogo norteamericano Horace Man, se hallaba también la justificación social de la biblioteca y la inversión estatal consecuente. A Sarmiento le preocupaba, con prioridad, la campaña de alfabetización. No obstante, en su cabeza siempre estuvo presente producir condiciones materiales de acceso a la lectura más allá del aula. En el siglo XIX, en el que la edición de libros en Argentina era del todo pobre y los circuitos de librería estaba acotados a las ciudades más numerosas (Sorá, 2011), la disposición de las bibliotecas en el territorio era una necesidad estratégica. En el transcurso de las décadas, con el aumento tangible del lectorado, la diversificación y el crecimiento del mercado libresco (de Diego, 2006), las bibliotecas mantenían para Selva aquel principio sarmientino, aunque los relieves de la argumentación (o justificación social) fueron actualizados. Y esto último vino de la mano de Nelson y la revitalización de la corriente bibliotecológica norteamericana, pero no únicamente. Entre 1900 y 1927, que es el año en el que se publica Las bibliotecas en los Estados Unidos, el arribo de inmigrantes y la profusión de las culturas de izquierda había puesto en guardia a muchos de los entusiastas de las bibliotecas, que imaginaban impartir desde allí lo que consideraban la buena lectura, esto es, la literatura nacional y los libros instructivos, en oposición a la cultura socialista y anarquista, pero también al mercado, al que miraban con sospechas. Esos entusiastas no eran los únicos recelosos del negocio editorial: figuras fundamentales de como Giménez y otros difusores anónimos que actuaban, por ejemplo, desde las páginas del periódico La Vanguardia, también arrojaron sus dudas sobre la literatura que se vendía por centavos en los puestos de diarios. Entre un polo y otro, distinguidos y distanciados por la atracción o el rechazo hacia el catálogo de las izquierdas, se constituyó una doxa, en el que los jugadores de ese juego llamado biblioteca acordaron que, entre otras finalidades y en la medida de lo posible, las salas de lectura debían funcionar como una criba que retuviera solo lo bueno (Planas, 2019b). En esta disposición del campo ha de buscarse la orientación que Selva le imprimió a la noción de misión social de las bibliotecas:

La Biblioteca Pública, adquiere entonces su función social más noble y altruista: ya la constitución estableciera la igualdad ante la ley; la biblioteca pública establece la igualdad ante la ciencia. Los libros, que hace un siglo fueron sólo propiedad de los ricos, cuya falta acrecía la ignorancia de los menesterosos, hoy son, gracias a ella, propiedades comunes.
La biblioteca es, puede decirse: la gran niveladora de las clases sociales (Selva, 1944, t. 1, p. 30).

La última frase, que el propio Selva escogió poner en bastardilla, tuvo, como la pregunta acerca de qué es un bibliotecario, tanta fuerza como escaso desarrollo. Y esto siempre que se vaya al texto con la intención de encontrar toda la explicación en un apartado singular. En el Tratado, los segmentos de tono reflexivo son zigzagueantes y a veces poco sistemáticos. No hay, por ejemplo, ninguna digresión que identifique los cómos o los porqués de las diferencias socioculturales que la biblioteca contribuiría a paliar, como sí lo expuso, por ejemplo, un articulista de La Vanguardia en la década de 1910 al explicar el funcionamiento del capitalismo moderno (Planas, 2022b). Lo que sí se puede encontrar en Selva, antes que un contenido, es una metodología de la acción, de la intervención social desde la biblioteca. Y esto fue lo que reforzó el libro de Nelson: una operatoria que ya contaba con antecedentes suficientes y probados en Estados Unidos, y por verificar en otras latitudes, pero que en cualquier caso las pruebas ya estaban en curso mediante la participación cultural norteamericana que, por ejemplo, la fundación Carnegie propició a través de inversiones directas en bibliotecas (Flores Ramos, 2018; Laugesen 2014), o mediante la edición de una obra como la de Nelson. No está demás decir que, desde la acción como publicista que acometió Sarmiento en el siglo XIX, nadie en la Argentina había estudiado a fondo el modelo bibliotecario de los Estados Unidos y lo había hecho circular como paradigma a imitar. Lo que hay en el texto, entonces, no es otra cosa que la descripción de una forma de hacer la biblioteca en lo social.

Con todo, en el proceso de profesionalización que Selva buscó darle al ámbito bibliotecario estuvieron combinados, en la orientación que le daba su sentido social, una idea de igualdad con ingredientes dirigistas. La metodología de la acción que debía encarnar y gestionar esa amalgama de significaciones era, en sí misma, el saber bibliotecario. Esta nueva inflexión, constitutiva al fin de cuentas de una identidad todavía en construcción, se apoyaba sobre tres pivotes conceptuales, moldeados todos por el lenguaje que ahora se convertía en experticia: el conocimiento del público, el criterio de elección de lecturas y una técnica de organización.

El conocimiento sobre el público se halla en dos momentos de la obra de Selva. Una parte se encuentra en la caracterización “del bibliotecario moderno”, que el autor elaboró sobre las voces expertas del campo bibliotecológico internacional. Al yuxtaponer fragmentos de las definiciones que tomó de ese repertorio de autoridades, Selva enlazó en un mensaje de tres dimensiones: una idea muy elemental, cuasi epistémica, según la cual el lector era el centro gravitacional de la tarea bibliotecaria; una variante cognitiva o metodológica, que comprometía el estudio estadístico, sociológico y hasta psicológico del lectorado; finalmente, un sentido misional de la tarea de los y las bibliotecarias, que la emparenta y la relaciona con la retórica utilizada para el trabajo docente o el de servicio social, y que estuvo muy presente durante las décadas de 1930 y 1940 en Argentina (Coria, 2024). La otra parte del conocimiento del público se deduce de las tipologías de bibliotecas, es decir, de la especificidad de cada institución. De este modo, tanto el manual como el tratado brindaron un “ABC” de aquellas propiedades intrínsecas de cada especie: públicas, obreras, hospitalarias, escolares, infantiles, universitarias, legislativas, etc. Este pasaje no solo complementó o contribuyó con la identificación de las particularidades de un conjunto singular de usuarios, sino que servirá, eventualmente, para ayudar a delimitar el uso de los catálogos o elaborar un servicio. El segundo pivote metodológico del saber bibliotecario, considerado aquí como la producción de los criterios de selección de las obras, y relacionado, por esto mismo, con las bibliotecas públicas y populares a la que Selva imaginó como ámbito laboral de sus estudiantes, no tiene todo el desarrollo que el tenor del asunto haría suponer. En verdad, los dos primeros pivotes son grandes enunciados, sin una profundización. Pero, como enunciados que eran, guardaban su potencia instituyente. Así, por caso, Selva propuso que la elaboración de una colección de lectura se sustentara sobre la síntesis de dos criterios alternativos: lo que la biblioteca necesitaba, y aquello que los lectores solicitaban (Selva, 1944, t. 1, p. 24). Este concepto había sido una solución a los problemas que, en Argentina y otras partes del mundo, las bibliotecas encontraron al preocuparse únicamente por aquello que una minoría ilustrada consideraba adecuado, prudente o meritorio atesorarse y darse a leer. El propio Sarmiento había luchado con tenacidad contra estas posiciones. Pero en el ir y venir de los tiempos la literatura leída por los segmentos populares casi siempre había estado reñida con las elecciones de las bibliotecas. Baste recordar el caso de Juan Moreira y de otros textos del folletín criollista, de los que no se tiene testimonio alguno entre los catálogos de las bibliotecas populares en Argentina (Prieto, 1989). Ahora bien, puesto a brindar sus elecciones, y al margen de las obras de referencia de toda biblioteca, esto es, las enciclopedias y los diccionarios de varias clases, Selva entregaba un panorama por completo anacrónico y totalmente ajeno a una comprensión efectiva del público lector, aunque no del campo de la edición. Con el pretexto de recuperar solo los autores consagrados y evitar polémicas, el catálogo de Selva recoge los clásicos españoles incluidos en la colección que Rivadeneyra había publicado en el siglo XIX, y a los autores argentinos del período de la organización nacional y la consolidación del Estado, agrupados en categorías de dudosa estabilidad. Así, entonces, reunió a Sarmiento con Bartolomé Mitre y Groussac como polígrafos; a José Antonio Wilde, Fray Mocho3 y Roberto Payró entre los cronistas; a Alberto Navarro Viola y Martín García Mérou como críticos; a Antonio Zinny, Andrés Lamas, Vicente Fidel López y José Manuel Estrada entre los historiadores, donde también colocó a Groussac y a Mitre (Selva, 1944, t. 1, pp. 25-26). La lista continuaba, pero no era extensa. Y no debe llamar la atención, puesto que estaba hecha de la noción moralizante de la lectura con la que se formó la escuela de bibliotecarios, por una parte, y por la distancia crítica que el autor mantuvo en relación con el mercado editorial masivo que le fue contemporáneo. En este sentido, Parada recuperó un pasaje preciso de la obra del autor que sintetiza bien la posición de Selva en estos asuntos:

El adelanto cultural en nuestro país, si es que la vida intelectual de una nación se refleja en los libros que producen sus ciudadanos, no tiene nada de alentador. La palabra cultura se lee y se escribe constantemente, las librerías se multiplican y se llenan de libros extranjeros ofrecidos a menudo en ediciones cuyas tapas de toscas figuras y colores chillones anuncia todo menos buen gusto. El papel, detestable; la imprenta, defectuosa, y las traducciones hechas de cargazón van restando cada día más el placer de la lectura y el amor por el estudio (Selva, 1947, citado por Parada, 1997, p. 43).

Al contrastar estas expresiones con aquel catálogo de autoridades se advierte la preocupación que Selva, junto a otras personalidades del mismo ámbito, mantuvieron en relación con el dilema de la selección de obras. Pero aun cuando este tópico era sustancial para el debido cumplimiento de la misión social de las bibliotecas, y, por lo tanto, de la misión que debían asumir los y las bibliotecarias; no se trataba de un combate del que solo ellos iban a tomar parte. El campo cultural se movía y arrastraba a las bibliotecas a un juego mucho mayor, con otros actores e intereses. De manera que el fundamento de la profesión que estaba por inaugurarse y, por extensión, el saber que le era distintivo, debió radicarse en otro lado. Y este otro lado es el tercer pivote metodológico: las técnicas de organización de las bibliotecas. Solo aquellos que pasaran por los cursos oficiales iban a conocer adecuadamente los cómos y los porqués de los códigos y los protocolos del ejercicio profesional. Estos temas son los que abundan en el Manual y en el Tratado, pero que de ningún modo estaban aislados del esquema comprensivo que Selva mantuvo para la disciplina, los cursos, la acción social y el diagnóstico situacional desde el cual partía. Al pasar por las aulas, los y las estudiantes debieron tomar conocimientos elementales de aquello que el propio autor reconocía en la doble articulación de la biblioteconomía. Esto es: por un lado, el reconocimiento de los tipos de bibliotecas y sus particularidades, la administración de los recursos, la organización del espacio y otros asuntos igualmente importantes, pero menos desarrollados en las obras analizadas, como la preparación de los servicios o los cuidados del libro. Se puede afirmar que, sobre esta variante, Selva proyecto una noción de institución. Por otro lado, en el interior de esta cuestión, el autor situó las técnicas para el procesamiento de los materiales. Principalmente, el fichado y la clasificación. Bajo el primer punto, ubicó todas las recomendaciones que en aquel momento y con posterioridad se incluyeron de manera ordinaria bajo en el concepto de catalogación, pero que Selva decidió no utilizar, por considerar que este término hacía alusión a la “preparación e impresión de catálogos” (Selva, 1944, t. 2, p. 9). Se trataba, en todo caso, del mismo conjunto de operaciones: primero, el análisis del libro (o de otros tipos de documentos, fueran impresos, sonoros o fílmicos), y comprendía el estudio de la información contenida preferentemente en la portada (títulos y subtítulos, autores y otras menciones de responsabilidad, datos de edición, dedicatorias, etc.); después, las maneras de volcar de forma normaliza esa información sobre las fichas, e incluía una guía completa para la correcta trasposición de los nombres y los títulos. En cuanto a la clasificación, Selva admitió subrepticiamente en el Tratado que ciertos métodos no habían sido incluidos en la enseñanza de los cursos, por temor a llevar más confusión que claridad. Todo lo cual hace pensar en las dificultades que supuso la enseñanza del sistema decimal, en la versión de Dewey, en el escaso tiempo del curso.

Bajo estos parámetros generales se forjó o intentó forjar una respuesta a la pregunta acerca de qué era un bibliotecario o una bibliotecaria —la abrumadora presencia de mujeres en las listas de egreso de los cursos de Selva deberá servir para incorporar este elemento en otras exploraciones sobre el campo—. Este nuevo profesional venía a constituirse en el garante de la biblioteca, es decir, de su buen funcionamiento. Si esta idea parece demasiado obvia o simple a primera vista, no lo es tanto cuando se la dispone sincrónicamente con las políticas bibliotecarias de lectura de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares, de las que el propio Selva tomó parte de forma indirecta. Todo parece indicar, según lo constató Coria (2024), que el interés que mantuvo el organismo por el fomento de la profesionalización de la actividad bibliotecaria durante las décadas de 1930 y 1940, incluso llegando a estimular su agremiación, estaba en relación directa con la posibilidad de hacer llegar adecuadamente el mensaje oficial a las bibliotecas populares. ¿De qué otra forma, acaso, el Estado iba a influir sobre unas instituciones del todo independientes en su gestión cotidiana sino era mediante la filiación de una figura de autoridad capaz de administrar los anaqueles y las salas de lectura? Pero esta garantía a la que se apostaba con la profesionalización no solo la concedía la formación institucionalizada de un saber-hacer, sino también de la cristalización de una ética, que desde luego no dependía enteramente de los cursos, pero que Selva debió transmitir en cada clase, y cuyos principios, como los de un código general, dejó apuntados en el tratado. Una de las dimensiones de este buen obrar estaba en relación con el público lector, y con el trato con el cual se debían atender sus necesidades y relacionarse con él: (1) no creer nunca que se sabe más que el lector, (2) no pensar jamás que se conoce bastante la biblioteca, (3) no escatimar esfuerzo para ayudar a los estudiosos, (4) no tratar nunca al lector como un visitante molesto, (5) no pretender dar al lector un libro que no está buscando, (6) no hacer alarde de (supuestos) conocimientos (Selva, 1944, t. 1 pp. 56-57). La otra parte de la ética miraba hacia la profesión. En este punto, las siete reglas básicas que proporcionó el autor se refirieron a un solo orden de cosas: “en biblioteconomía todo está ya descubierto (…). El bibliotecario solo podrá ponerse a «inventar» cuando conozca todo lo que han escrito sus antecesores” (Selva, 1944, t. 1, p. 58).

Así cerró Selva el pasaje “Lo que debe ser el bibliotecario”: con una sucesión de buenas prácticas que, con seguridad, esperaba internalizar en espíritu de sus estudiantes y de los lectores de sus obras. Nunca dejó de convocar, en estos fragmentos, el sentido vocacional o misional del servicio bibliotecario, en sintonía, también, con las significaciones que la Comisión Protectora y otros actores del campo irradiaron en esos tiempos (Coria, 2024). Pero, al sacudir los esquemas en los que habían reposado tanto tiempo el funcionamiento de las bibliotecas, no Selva, sino el producto de su singular intervención, llevaron a otro nivel aquella noción de “garantía”, tensionada desde entonces por el dilema del reconocimiento social y económico de la actividad, que ahora contaba con los créditos oficiales para hacer del reclamo una lucha legítima —o más legítima que antes—.

Conclusiones

De esa lucha dio cuenta críticamente Cónsole (1954) en un pasaje furibundo de su obra Hagamos del bibliotecario un profesional, que tituló: “El peligro de los cursos de biblioteconomía”. Sin nombrar a Selva y a sus seguidores, sostuvo que los cursos del Museo Social no eran otra cosa que un espejismo de la idea de profesionalidad, que sus promotores no alcanzaba a comprender qué era la bibliotecología, y que sus graduados y graduadas amenazaban con invadir todo el ecosistema bibliotecario a fuerza de lobby, es decir, de constituirse como un grupo de presión sobre las autoridades del ministerio de educación y de la Comisión Protectora para clausurar el ingreso laborar en las bibliotecas a todas aquellas personas que no hubieran pasado por esas aulas. El rabioso descargo de Cónsole dice mucho de su posición en el campo bibliotecario, que con el tiempo se hizo marginal. Pero dice todavía mucho más del producto de los cursos: si se toma en consideración que el autor no regaló ningún elogio a Selva, y que su acusación apuntaba a deslegitimar el lugar que los y las graduadas quería ocupar, entonces habrá que tomar su testimonio como una prueba de la fuerza instituyente que tuvo el trabajo de Selva en el colectivo bibliotecario de la época.

A interpretar los principios conceptuales de ese trabajo estuvo dedicado este artículo, que fue inscripto en una línea de estudios que cuenta con algunos antecedentes lejanos, pero que recientemente cobró otro impulso de la mano de nuevos análisis sobre aquello que, en términos generales, es posible identificar como una historia de las ideas sobre bibliotecas, o de la participación intelectual en el campo bibliotecario. Sobre este prisma, la tarea de Selva luce algo extraordinaria, pero no tanto por la originalidad de sus conceptos, que incluso estaban en declive en el momento mismo en que los enseñaba, sino por el hecho de restituirlos en un espacio áulico. La representación de ese momento está en sus dos obras pedagógicas: el Manual y el Tratado. Con ellas no solo proporcionó una guía a sus estudiantes (especialmente el manual, en el que es mucho más visible la idea de ficha de clase), sino que trató de instituir un punto de referencia que recalibrara el sistema de jerarquización de los conocimientos, manifestando al mismo tiempo exclusiones e inclusiones. Una parte del fundamento de los cursos reposaba en esta apuesta, pero era indudablemente el estado crítico de las bibliotecas lo que el autor y sus contemporáneos buscaban remediar. Y a corregir esa situación se lanzaba el curso, cuya acogida en la Escuela de Servicio Social le otorgó cierta impronta o sesgo ideológico, pero que de ningún modo sus alcances quedaron reducidos a esa dimensión. Y esto porque Selva debió construir una arquitectura capaz de solventar, en apenas un año lectivo, todo los contenidos explícitos e implícitos que en su imaginación y experiencia se requerían para formar bibliotecarios y bibliotecarias. De ese modo, entonces, organizó una secuencia de temas que consideró elementales, infaltables. Y la secuencia misma, puede decirse, fue la productora del efecto que buscaba encontrar. Porque en el encadenamiento cristalizó un lenguaje y una terminología, ora discutida, ora olvidada, que las generaciones de estudiantes iban a utilizar para entenderse y diferenciarse de otros, los no avezados. En un nuevo lenguaje, entonces, pudo transmitir mejor el sentido social que justificaba la profesión, relacionada en ese momento con un ideal de igualdad, pero con tintes dirigistas. La dirección de esta orientación no iba a ser exclusiva de los y las bibliotecarias. Pero esto era, en ese momento, menos importante. Al combate por el campo cultural los y las bibliotecarias iban a entrar con el domino de unos principios que ninguna otra profesión u ocupación les iba a discutir: el monopolio legítimo del saber-hacer en la biblioteca.

La figura de Selva cierra un momento de la historia de las ideas en el ámbito bibliotecario y abre otra, con nuevos dilemas y viejas angustias. Pero, a diferencia de los tiempos precedentes, la creencia en una profesión estaba ya instituida. Cónsole creyó ver en todo esto una pose o una ficción; pero era el artificio mismo lo que había dotado de realidad a las nuevas circunstancias.

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Notas

1 La idea de la “moderna bibliotecología argentina” está identificada con una serie de nombres, producciones, intervenciones y cristalizaciones institucionales que tuvieron lugar de forma lenta, pero progresiva, e incluso zigzagueante, a partir de la segunda mitad del siglo XX, y que dieron forma definitiva a la profesionalización bibliotecológica (Parada, 1997, 2009).
2 Existieron otras entidades, no vinculadas al Estado nacional, que mantuvieron agencias de seguimiento y apoyo a las bibliotecas populares. Es el caso, por ejemplo, de la Comisión de Protección y Fomento de Bibliotecas Populares que funcionó a principios del siglo XX en la provincia de Buenos Aires, y cuya actividad fue estudiada recientemente por María de las Nieves Agesta (2023b). A los efectos de este trabajo, si bien es probable que Selva conociera las tareas de esta agencia a través de sus memorias, la distancia temporal invita a pensar que le resultaron de poca utilidad, como se verá enseguida con respecto de la obra de Lucero, a quién efectivamente cita en el manual.
3 Fray Mocho: seudónimo de José S. Álvarez Escalada.

Recepción: 30 Septiembre 2023

Aprobación: 30 Enero 2024

Publicación: 01 Abril 2024

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