Dosier: Para una nueva historia de las bibliotecas en América Latina:
instituciones, representaciones y prácticas
Entre la elección y la contingencia: las colecciones de las bibliotecas populares en el sudoeste bonaerense (Argentina, 1880-1920)
Resumen: Las colecciones de las bibliotecas populares de la región sudoeste de la provincia de Buenos Aires entre fines de siglo XIX y principios del XX fueron el resultado de las tácticas desplegadas por sus comisiones directivas para obtener material bibliográfico en el marco de la precariedad económica y la inestabilidad que las caracterizaron en sus inicios. Hasta la regularización de los organismos oficiales y de fondos destinados al fomento bibliotecario, la necesidad de invertir los recursos disponibles en el sostenimiento del servicio impidió a las entidades llevar adelante una política de adquisiciones sistemática basada en la compra de textos adecuados a su proyecto institucional y a las preferencias de sus lectorados. De este modo, las donaciones directas de personas, agrupaciones privadas o reparticiones públicas se convirtieron en las fuentes principales de abastecimiento de impresos y fueron configurando los perfiles de cada acervo. La “lógica del don” (Mairesse, 2013), impulsada tanto por sus potenciales réditos simbólicos como por la convicción de que el compromiso individual era un factor ineludible para la construcción de lo colectivo, se impuso como condición para la supervivencia de estos establecimientos. A partir del relevamiento y análisis de la documentación interna de seis bibliotecas populares de esta zona fundadas antes de 1920 y de los medios de prensa de sus localidades de origen, en complementariedad con las fuentes generadas por el estado provincial y nacional, se reconstruye, en la medida de lo posible, la evolución cuantitativa de sus patrimonios y el papel que en su conformación desempeñaron los presentes bibliográficos de los distintos actores sociales.
Palabras clave: Colecciones documentales, Donaciones bibliográficas, Bibliotecas populares, Provincia de Buenos Aires, Argentina.
Between choice and chance: popular libraries’s collections in the Southwest of the province of Buenos Aires (Argentina, 1880-1920)
Abstract: Popular libraries collections in the southwest region of the province of Buenos Aires between the end of the 19th century and the beginning of the 20th century were the result of the tactics deployed by their boards to obtain bibliographic material in the context of economic precariousness and instability that characterized them in their beginnings. Until the regularization of official organizations and funds destined for library development, the need to invest the resources available in the maintenance of the service prevented entities from carrying out a consistent acquisition policy based on the purchase of texts appropriate to their project. Institutional and the preferences of its readers. In this way, direct donations from individuals, private groups or public organizations became the main sources of supply of printed matter and were configuring the profiles of each bibliographic collection. The “logic of the gift”, driven both by its potential symbolic returns and by the conviction that individual commitment was an unavoidable factor for the construction of the collective, was imposed as a condition for the survival and development of these establishments. Based on the survey and analysis of the internal documentation of six popular libraries of this area founded before 1920 and the press media of their places of origin, in complementarity with the sources generated by the provincial and national state, this paper reconstructs the quantitative evolution of their assets and the role that the bibliographical gifts of the different social actors played in their formation.
Keywords: Library´s collections, Bibliographic donations, Popular libraries, Province of Buenos Aires, Argentina.
1. Introducción
El estudioso de la formación de las colecciones bibliotecarias puede incurrir en la tentación de suponer que el proceso de incorporación de impresos por parte de las instituciones fue el resultado de decisiones siempre racionales y conscientes que tradujeron en actos un programa de promoción lectora o, al menos, una respuesta a las preferencias de sus lectorados. En efecto, desde la óptica de la bibliotecología moderna el desarrollo de una colección requiere de la selección y adquisición de materiales a través de medios diversos, de acuerdo con objetivos claros y explícitos basados en la pretensión de mejorar la cantidad y la calidad de los recursos informativos con miras a maximizar su uso en un determinado contexto (Uwandu & Okere, 2016). Según esta concepción, entonces, examinar un catálogo nos brindaría una imagen de las políticas de lectura implementadas por los directivos de las entidades y sobre sus representaciones acerca de la biblioteca y su función.
Esta manera de concebir los fondos librescos y su constitución, sin embargo, no se corresponde con la realidad histórica de gran parte de los centros de lectura del interior de la Argentina entre fines del siglo XIX y principios del XX. Las jóvenes bibliotecas populares,1 de los pequeños núcleos urbanos de reciente fundación dispersos en la región de la costa sur bonaerense que aquí nos ocupan,2 fueron, de hecho, el resultado de procesos de configuración menos metódicos y más precarios, donde la voluntad y la planificación debieron ceder ante las condiciones impuestas por el azar y la escasez de recursos. Sostenidas, principalmente, con el dinero de las cuotas societarias, las contribuciones extraordinarias de algunos individuos o los festivales y actividades benéficas organizadas ad hoc, la mayoría de ellas no tuvieron los capitales económicos necesarios para llevar adelante una política de adquisiciones sistemática y continuada diseñada de acuerdo con las demandas de sus usuarios. Junto al estado incipiente de la disciplina bibliotecológica, esto contribuyó a que las bibliotecas se definieran “en términos procedimentales” (Planas, 2019, p. 56) antes que a partir de formulaciones teóricas y prescriptivas. En el contexto de esta “economía de la modestia” (Chaumier, 2001), la conformación de los acervos solo pudo hacerse gracias a la habilidad táctica (De Certeau, 2000) de los grupos dirigentes, es decir, a su capacidad para “sacar provecho” creativamente de las circunstancias y obtener lo mejor de ellas. Como nos advierte Cécile Rabot (2009, p. 87, traducción propia),3 si “una colección se constituye en relación a un espacio, a un destinatario y a un proyecto”, también lo hace en función del conjunto de restricciones y de representaciones existentes.
La observación de un corpus de seis bibliotecas populares fundadas entre 1880 y 1920 en el sudoeste bonaerense y el análisis de sus archivos institucionales demuestra, que la formación de sus patrimonios bibliográficos dependió en gran medida del mecanismo de donaciones, al menos hasta la reactivación y regularización de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares de la Nación al promediar la década de 1910.4 A partir de entonces, las entidades vieron ampliada su injerencia en el proceso de selección de obras, ya que, si bien las compras debían hacerse a través de este organismo oficial,5 eran las beneficiarias las que elaboraban el pedido en función de sus intereses para luego elevarlo ante los poderes públicos que estaban a cargo de ejecutar y remitir el lote. Esto no significaba, por supuesto, que las bibliotecas pudiesen escoger los impresos en el marco de una autonomía ilimitada; por el contrario, el decreto de 1908 –por el que se había restaurado la ley de 1870– había establecido explícitamente en su art. 1, inc. e), que el gobierno se reservaba la potestad de vigilar y controlar el “carácter y naturaleza de las obras destinadas á formar la biblioteca popular” (Leyes y decretos, 1911, p. 14). Estas transformaciones, junto a las del mundo editorial, no acabaron, empero, con la afluencia de las donaciones que continuaron siendo importantes, sobre todo en aquellos establecimientos que permanecieron ajenos –por elección, desconocimiento o inviabilidad– a la protección oficial. En estas colaboraciones centraremos, entonces, este artículo, a sabiendas de la necesidad de complementarlo a futuro con el estudio de las modalidades de canje y de compra desplegadas también durante el mismo período.
Esta investigación dialoga con otros estudios del campo historiográfico y bibliotecológico. En primer lugar, con aquellos que en los últimos años se han ocupado, en la Argentina, de indagar en la configuración, estructura y evolución de las colecciones bibliotecarias, ya sea de las grandes bibliotecas públicas (Coria, 2022; Dorta, 2022; Parada, 2009), de las académicas y universitarias (Benito Moya, 2012; Martin & Esnaola, 2022; Oviedo, 2021; Valinoti & Parada, 2021) o de las de extracción obrera (Martocci, 2015; Pasolini, 1997; Planas, 2022a; Quiroga, 2003; Tripaldi, 2002). Los patrimonios de las bibliotecas populares no necesariamente vinculadas a una clase o partido han recibido menor atención, más allá de las primeras conclusiones que adelantaron, para décadas posteriores, Leandro Gutiérrez y Luis A. Romero (1995) respecto de la ciudad de Buenos Aires y Ricardo Pasolini (1997) en referencia a la Rivadavia de Tandil. Más recientes son los aportes de Natalia García (2014), María de las Nieves Agesta (2020a), Ayelén Fiebelkorn (2021) y Micaela Oviedo (2023) en relación con las instituciones rosarinas, bonaerenses y pampeanas. La mayoría de ellos, sin embargo, comienzan donde se detiene esta investigación y atienden más a la problemática de los gustos y los hábitos del público que a las vicisitudes de la formación de los repertorios bibliográficos.
En segundo término, resultan pertinentes para este artículo los textos que en años recientes se han ocupado de reconstruir las políticas públicas de lectura orientadas específicamente a las bibliotecas populares en el país,6 cuyos lineamientos tuvieron consecuencias directas sobre la conformación de los acervos de estas instituciones (Coria, 2017; Dorta, 2021; Planas, 2017; Planas, Dorta & Coria, 2021). Pese a centrarse en la dimensión prescriptiva, estos trabajos enfatizan el juego de negociaciones y tensiones que atravesó el proceso de configuración de los patrimonios bibliotecarios siempre sometido a la finitud de recursos, a la conflictividad humana y a la disponibilidad comercial (Planas, Dorta & Coria, 2021, p. 2). Como en ellos, los listados, inventarios y catálogos constituirán aquí fuentes privilegiadas para explicar las dinámicas de formación de las colecciones, más allá de su falta de homogeneidad y omisiones que demandarán, igualmente, la implementación de metodologías de restitución de los datos faltantes por las propuestas por Alejandro Parada en sus estudios sobre las librerías porteñas (Parada, 2005, 2008)
En este caso, la perspectiva se invierte y asume el punto de vista de las bibliotecas y de los agentes locales en un análisis “al ras del suelo” que permite tensionar las narrativas –e, incluso, las estadísticas– oficiales e introducir la “lógica de las prácticas” y la variable de lo regional en la reconstrucción de los procesos de configuración institucional de la cultura escrita. Alejadas geográficamente de los centros de poder público, y lideradas por grupos letrados con aspiraciones modernizadoras, las bibliotecas populares se convirtieron aquí en la concreción del mito de la self-made manculture que, sin embargo, pronto mostró sus limitaciones al momento de sostener, organizar y planificar la acción y los patrimonios libreros. En efecto, cuando sobrevivir era una prioridad, la distancia entre las “colecciones deseadas” (Planas, Dorta & Coria, 2021) y las bibliotecas posibles se acentuaba y situaba a los dirigentes ante la disyuntiva de conservar la autonomía asociativa frente a las autoridades gubernamentales –aun cuando esto confabulara contra la posibilidad de componer catálogos ricos y adecuados a los requerimientos de los usuarios– o someterse a las exigencias de los noveles organismos estatales de promoción bibliotecaria a cambio de asegurar la continuidad, la actualización y la variedad de los acervos.
Esta recuperación de lo particular –no, por ello, excepcional– tiene su correlato metodológico en el rastreo y la reposición de la multivocidad de las fuentes. Los archivos institucionales de las bibliotecas que han sobrevivido hasta hoy y la documentación hemerográfica disponible en los fondos locales son fundamentales como contrapunto de los registros estatales. Ahora bien, atravesados por la misma precariedad edilicia, económica y organizacional que pretendemos describir, estos archivos –cuando existen– se caracterizan por su fragmentariedad y por su desigual estado de conservación que dificulta la elaboración de series y la formulación de criterios comparativos comunes. Frente a este escenario complejo fue preciso recurrir a estrategias metodológicas de distinto tipo adecuadas a la naturaleza de las fuentes y a los objetivos de la investigación. Así, a la sistematización de las cifras en tablas, gráficos y mapas para realizar análisis cuantitativos de las colecciones, sus composiciones y sus mecanismos de adquisición bibliográfica, debió sumarse el examen hermenéutico de escritos institucionales, periódicos y revistas.
En el caso de la Asociación Bernardino Rivadavia (ABR), han podido consultarse los cinco primeros catálogos editados entre 1884 y 1916, la correspondencia recibida y emitida desde su fundación, las memorias redactadas entre 1912 y 1918, y los libros de actas desde 1882. En la Biblioteca del Centro de Comercio de Tres Arroyos (CCTA) (luego denominada Popular y, por último, Sarmiento), por su parte, se encuentran disponibles las actas desde su creación en 1899 y los copiadores de cartas a partir de 1910. Por último, en la Ernesto Tornquist (BET) (1917) de la localidad homónima y en la Alberdi (BAS) (1916) de Saavedra se han atesorado los primeros libros de actas, mientras que en la Popular (BPP) (1914) de Pigüé y en la Sarmiento (BSCS) (1915) de Coronel Suárez la documentación de la época fundacional ha desaparecido de sus sedes por diversos motivos, conservándose únicamente un catálogo de la primera y el estatuto original de la segunda en el archivo de la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (CONABIP). Estos vacíos fontanales se suplieron de manera parcial con los impresos periodísticos contemporáneos, donde solían aparecer notas dando cuenta de las donaciones recibidas por las bibliotecas, así como noticias referidas a su accionar. Esta información interna fue completada y confrontada, en la medida de lo posible, con los informes oficiales publicados en los anuarios bonaerenses, los censos y las memorias de las comisiones de fomento nacional y provincial.
Conscientes de la magnitud de la tarea y de la imposibilidad de abarcarlo todo, proponemos un recorrido en dos tiempos que parta de describir la evolución cuantitativa de los acervos del sudoeste bonaerense para, luego, focalizar en las donaciones mismas, atendiendo a su papel en la conformación de las colecciones y en la definición de perfiles bibliotecarios diferenciados dentro de la región tanto como a las dificultades que encontraron las entidades para estimular la continuidad de los aportes.
2. Las bibliotecas bonaerenses en el cambio de siglo
La génesis de las bibliotecas populares argentinas se remonta hasta la década de 1870. Buenos Aires, la provincia más populosa, próspera y alfabetizada del país, fue en ese contexto una de las grandes beneficiarias de las medidas de protección bibliotecaria implementadas, primero, por el gobierno nacional y, luego, por el de la provincia de Buenos Aires bajo la inspiración sarmientina. Según señaló Carlos Lemée, en 1874, alentadas por la política de subsidios, la cantidad de entidades de este tipo creadas en la jurisdicción bonaerense ascendía a 32, siendo Tandil la localidad más alejada de la capital en contar con una de ellas (Agesta, 2020b). Los años de crisis económica y política que siguieron a esta etapa supusieron un retraimiento de la acción oficial y un consecuente retroceso de las cifras globales que solo comenzaron a recuperarse con la estabilización administrativa y financiera del territorio provincial ahora reconfigurado sin su histórica capital. En efecto, en 1882 el anuario estadístico bonaerense contabilizó 41 bibliotecas populares que reunían un total de 41.853 libros. Aunque la desigualdad geográfica persistía (el 70,73% estaban en la región norte, el 24,39% en la central y solo el 4,88% en la sur y patagónica), el radio se había extendido hasta Bahía Blanca que era, ahora, el último bastión bibliotecario (Coni, 1883). Para 1897 se registró la existencia de bibliotecas, además, en Olavarría, Necochea, Juárez, Tres Arroyos y Patagones; juntas concentraban el 5,52% del patrimonio (Salas, 1899). En 1912, las había también en Guaminí, Tornquist, Puán, Adela Sáenz y Pringles (Memoria de la Comisión..., 1912); pese a que no todas ellas habían enviado sus datos estadísticos, el relevamiento oficial demostraba que el 13,08% de los volúmenes se encontraban el área sur.
En verdad, más allá de esta información fragmentaria, es poco lo que conocemos de las entidades del sudoeste bonaerense durante esta etapa. El censo nacional de población de 1914 esbozó un panorama de la situación que –no obstante estar incompleto y presentar ciertas inexactitudes– permite vislumbrar el carácter todavía reducido, incipiente e inestable del mundo bibliotecario de la región que se componía tan solo de 9 bibliotecas del universo de 104 registradas en la provincia. De entre ellas, únicamente 5 habían sido fundadas antes de ese año y 2 –las de Bahía Blanca y Tres Arroyos– en el período previo a la restitución formal de la Comisión Protectora en 1908 (Argentina. Poder Ejecutivo, 1917, pp. 226-227). Sabemos, también, que algunas entidades decimonónicas, como la biblioteca Artesanos Unidos de Tres Arroyos (Salas, 1899, p. 194), habían dejado de existir para entonces, mientras que otras, como la Mendele Moijer Sforim del Centro de la Juventud Israelita de Coronel Suárez, fueron creadas poco más tarde (La ciudad de Coronel Suárez..., 6 de agosto de 1929, p. 14).
La colección de la Rivadavia había adquirido ya una posición destacada en el conjunto que la colocaba en el cuarto puesto de la provincia, por debajo de las bibliotecas de la Universidad Nacional de La Plata y de las históricas de San Fernando y Chivilcoy con quienes mantenía una competencia velada.7 Se ubicaba, de ese modo, muy por encima de la media bonaerense que, por entonces, era de 3.019 obras. El resto de las instituciones bibliotecarias de la costa sur, sin embargo, no se hallaban en una situación tan ventajosa: la más próxima por sus dimensiones era la Sarmiento de Tres Arroyos con 2.500 obras y a ella seguían la Sarmiento de Puán con 1.635, la Popular de Pigüé con 950, la Jean Jaurès de Puán con 910, la Mariano Moreno de la Estación Adela Sáenz (partido de Puán) con 800, la San Martín de Dufaur (partido de Saavedra) con 500 y las Alberto de Diego y Club Carhué de esa última localidad con 250 y 205, respectivamente.
Otra aproximación comparativa integral fue la que publicó el Ministerio de Gobierno provincial (1915) en su informe Fomento y protección de las Bibliotecas Popularesen el año 1914. Allí se contabilizaron 98 instituciones en el territorio y 8 en la zona que nos ocupa.8 A pesar de que las cifras recogidas resultan bastante disímiles respecto de las anteriores, no modifican en esencia el escenario general. Brindan, además, información ampliatoria al indicar el monto de las subvenciones estatales y el número de socios de cada una, el cual se revela, por cierto, sorprendentemente bajo en relación con los índices poblacionales de las circunscripciones.
En 1921, los informes redactados por Manuel Borton, inspector general de la Comisión Protectora durante el viaje de control que realizó por varios pueblos de la provincia componen un cuadro actualizado de la situación que, como ha analizado Javier A. Planas (2022b), se fue configurando concomitantemente a los mecanismos oficiales de promoción y fiscalización bibliotecaria. A partir de un recorte documental que incluye 24 de esos documentos, el autor concluye que la media de volúmenes por institución se había elevado a 3.287 y la cantidad promedio de asociados a 123. El área sudoeste, sin embargo, aparece subrepresentada en la muestra donde solo se incluyeron a la Sarmiento de Tres Arroyos, a la Ernesto Tornquist y a la israelita de Suárez. Con 2.000, 3.000 y 945 volúmenes, respectivamente, las tres colecciones se ubicaban por debajo del promedio provincial (Tabla 1). Las sumas consignadas, empero, no siempre son consistentes con las asentadas por los cómputos de las asociaciones, menos atravesados por la mirada y la expectativa de la evaluación ajena. Por esta razón, resulta imprescindible acudir a ellos a fin de realizar balances más minuciosos.
Año | Biblioteca Popular B. Rivadavia (Bahía Blanca) | Biblioteca del CCTA /Sarmiento (Tres Arroyos) | Biblioteca Popular (Pigüé) | Biblioteca Popular Sarmiento (Coronel Suárez) | Biblioteca popular J. B. Alberdi (Saavedra) | Biblioteca Popular E. Tornquist (Tornquist) |
1882 | 330 | |||||
1883 | 4.930 | |||||
1884 | 3.000 | |||||
1889 | 4.985 | |||||
1892 | 5.600 | |||||
1899 | - | 420 | ||||
1901 | 5.600 | 713 | ||||
1902 | - | 874 | ||||
1904 | 5.533 | - | ||||
1905 | 6.814 | - | ||||
1909 | - | 1.079 | ||||
1912 | 15.067 (*) | - | - | |||
1914 | 11.959 | 3.500 | 940 | |||
1915 | 12.543 | - | - | c. 100 | ||
1916 | 15.865 | - | - | - | 1.500 | |
1917 | 16.778 | - | - | - | - | - |
1918 | 17.697 | - | - | - | - | - |
1919 | 18.638 | - | - | - | - | - |
1920 | 19.038 | - | - | - | - | - |
1921 | 19.210 | c. 2.000 | 1.260 | 1.200 | - | 3.000 |
1922 | 20.511 | - | - | - | - | - |
1923 | 21.209 | - | - | - | - | - |
1924 | 21.715 | - | - | 2.500 | - | - |
1925 | 23.183 | - | - | - | - | - |
1926 | 24.764 | 3.076 | - | 2.792 | - | - |
1927 | 26.675 | 5.731 / 4.600 | - | 3.250 | 3.000 | - |
1928 | - | 6.000 | - | 5.200 | - | - |
De acuerdo con sus propios registros, la Biblioteca Rivadavia de Bahía Blanca tuvo un crecimiento notable que la condujo al lugar destacado que después ocupó en el territorio. En efecto, de los 2.790 títulos en 3.000 volúmenes que consignó en su primer catálogo de 1884, pasó a 4.528 en el de 1900 y a 5.723 en el de 1906. Hacia fines de 1914, la memoria institucional consignaba una existencia de 6.218 obras en 11.959 volúmenes (Asociación Bernardino Rivadavia, 1915), número que se elevó hasta 11.783 y 19.638, respectivamente, seis años después (Tabla 1).9 Como podemos observar, al impulso inicial que demandaba la creación de una colección ex nihilo siguió una desaceleración del desarrollo que alcanzó su punto más bajo en el período 1906-1914. Fue recién entonces, en coincidencia con la regularización de los aportes del Estado nacional, que el ritmo de crecimiento se incrementó nuevamente, superando con creces al de los primeros tiempos.10 Esta evolución, sin embargo, no fue la norma en las bibliotecas de la región, hecho que aparece confirmado en la revista Libros y bibliotecas editada por la Comisión Protectora en 1926 donde la Rivadavia fue la única institución de la zona sudoeste de la provincia incluida por su importancia en la Categoría “A” (Libros y bibliotecas, 1926, p. 215).
Pese a que, por la fragmentariedad de las fuentes, no es posible recuperar las series completas de variaciones bibliográficas de las demás entidades, algunas cifras permiten vislumbrar sus dimensiones y su progresión a lo largo de los años (Tabla 1). En el caso de la fundada por el Centro de Comercio de Tres Arroyos, las memorias indican que los 713 volúmenes que poseía en 1901 se convirtieron en 1.079 en 1909 y en 3.076 en 1926. Si se consideran los 3.500 que registró el gobierno provincial en 1914,11 obtenemos una tendencia general distinta a la que presenta la ABR: mientras que la etapa más fructífera para la Sarmiento fue la comprendida entre 1909 y 1914 –cuando mantuvo una relación estrecha con la Comisión de Fomento bonaerense–, el período siguiente fue testigo de un decrecimiento significativo que la condujo a incorporar menos de 40 volúmenes por año.12 Es revelador que fuera justamente en 1926, cuando sus vínculos con la Comisión Protectora nacional se regularizaron luego de una sucesión de desencuentros que habían experimentado desde 1921, que los números despegaron. En efecto, en 1927 se añadieron 2.655 volúmenes de los cuales, como informó el consejo directivo ante la asamblea, el 38,96% fueron financiados por el organismo oficial (Centro del Comercio de Tres Arroyos, 1927, 18 de diciembre, f. 373).
De la Sarmiento de Coronel Suárez, por su parte, tenemos datos estimativos de los años iniciales que no habilitan conclusiones precisas. Al momento de su fundación en 1915, sabemos que contaba con un capital aproximado de 100 volúmenes, número que se elevó en 1921 hasta 1.200 (Tabla 1). Los primeros guarismos certeros corresponden a 1924 e indican un patrimonio de 2.500 volúmenes que creció hasta 3.250 en 1927, para llegar a 5.200 en 1928. Más allá de las obvias diferencias de antigüedad y tamaño –en esa última fecha la ABR tenía más de 26.000 volúmenes–, la institución suarence siguió un derrotero similar, comenzando con un ritmo más acelerado de adquisiciones que decayó hasta el momento en que pudo efectivizarse la ayuda pública. En efecto, la noticia más temprana de subsidio nacional data en las fuentes de 1922 (Biblioteca P. Sarmiento, 26 de enero de 1922, p. 3); poco después las incorporaciones pasaron de 166 volúmenes anuales a 250 y, luego, a 1.950. En este caso, al crecimiento patrimonial siguió también una normalización administrativa que supuso el reconocimiento jurídico, el ordenamiento de la colección y la regularización de los registros.
Como vemos, la precisión cuantitativa en este ámbito es una entelequia para el investigador del siglo XXI, ya que las fuentes dicen más de las limitaciones burocráticas de los organismos estadísticos, la falta de unidad de los criterios bibliotecológicos y la irregularidad de los asientos institucionales que de las características efectivas de las colecciones.13 Es posible, sin embargo, entrever rasgos y tendencias generales en medio de la confusión reinante. La región sudoeste revela un conjunto desigual que difícilmente pueda ser conceptualizado como un sistema bibliotecario interrelacionado y ordenado de acuerdo con normas y procedimientos establecidos. La red urbana bonaerense descripta más arriba fue la matriz sobre las que se fueron instaurando los centros lectores y sobre la que se fueron delineando sus desarrollos posteriores. Así, Bahía Blanca que, para 1914, se había convertido en la tercera ciudad de la provincia gracias a su posición geopolítica y a su despegue socio-económico, se perfilaba también como un nodo cultural regional en el que la Biblioteca Rivadavia ocupaba un lugar primordial. Las cabeceras de los partidos circundantes, ligados a la producción agropecuaria y situados en el camino de los rieles, se fueron convirtiendo, asimismo, en focos de atracción de las áreas rurales aledañas gracias, entre otras cosas, a su oferta educativa, recreativa e intelectual.
En estos puntos las colecciones librarias fueron incrementándose a la par de la población, aunque a un ritmo considerablemente menor. De acuerdo con los datos censales, en 1914 las bibliotecas del sudoeste se hallaban en condiciones de ofrecer un promedio de un libro cada 24,83 personas que vivían en el partido, en un arco que iba desde 7,78 y 7,81 en los casos de la Rivadavia de Bahía Blanca o la Sarmiento de Puán, hasta 59,52 en la Alberto de Diego de Carhué. Estos números no eran nada desdeñables en comparación con otras áreas bonaerenses. En la zona norte, donde la cantidad de entidades era sensiblemente mayor (62 frente a las 18 de todo el sur), el promedio de libros por habitante en las localidades mencionadas era de 1 cada 156,77 habitantes. Este índice oculta una acuciada desigualdad entre algunas grandes bibliotecas, como la de San Fernando donde existía 1 obra cada 0,83 personas, y otras pequeñas, como las de Sarandí o Valentín Alsina en Avellaneda donde la relación era de 1 a 3.618,48 o a 1.157,91, pero, sobre todo, soslaya la efectiva concentración de los establecimientos en esta subregión. Mientras que allí se encontraba una biblioteca cada 943,9 km2, en el área central esta superficie se incrementaba hasta 5.408,67 km2 y en la sud-patagónica hasta 6.778,06 km2; siguiendo la misma línea, la relación entre obras y km2 era de 1,30, 0,47 y 0,25, respectivamente. En términos generales, puede afirmarse entonces que la parte septentrional de la provincia presentaba una mayor densidad y heterogeneidad institucional que, a pesar de que no aumentaba al ritmo de la población, le proporcionaba una oferta lectora más variada y próxima. El centro, por su parte, mostraba una proporción más favorable entre personas y libros (14,53/1) debido a su menor desarrollo demográfico y a la existencia de bibliotecas ya consolidadas en localidades de más larga data, como Azul o Ayacucho. Su número total (24), sin embargo, no difería considerablemente de la joven zona austral, pese a que la cantidad de libros disponibles en ese lugar para los usuarios era menos de la mitad (29.930 frente a 61.255). La configuración bibliotecaria de ambas circunscripciones mostraba, pues, una tendencia a la dispersión geográfica y a la concentración institucional, lo cual significaba que pocas bibliotecas servían a un extenso radio y a un público diverso, aunque reducido en su conjunto.
3. El arte de recibir o la dimensión del ideal
Populares por su origen y forma de gestión, estas bibliotecas fueron públicas por vocación. Su premisa democratizadora según la cual se aseguraba el libre acceso y el préstamo a domicilio a quienes abonaran una módica cuota, así como la pretensión generalista y enciclopédica de sus fondos las aproximaban al modelo de las public libraries anglosajonas cuya finalidad era abastecer al conjunto de habitantes de un espacio dado. “Tener algo sobre todo” (Rabot, 2009, p. 89), servir para entretener tanto como para educar a la ciudadanía mediante la provisión de lecturas agradables e informativas, científicamente válidas, aunque no especializadas en exceso, era el criterio general que primaba entre los grupos fundadores y dirigentes. Current books for current reading (Edwards, 2009 [1869], p. 37), así quedó asentado en estatutos y memorias, desde las más escuetas que enunciaban el propósito de incorporar “libros instructivos” (la Sarmiento de Suárez y la Alberdi de Saavedra) hasta las más elocuentes que se proponían concentrar “las obras más notables de la inteligencia humana, principalmente en Idioma Nacional, dando preferencia á todas aquellas obras que con una lectura amena y entretenida, vulgaricen las ciencias y las artes” (ABR, 1884, p. 1) o aumentar las existencias con los libros “que piden las exigencias de los tiempos quiero decir obras modernas y antiguas, pero sobre todo las primeras, de reputación bien ganada, no al alcance de todos los bolsillos y que susciten el deseo de ser leídas” (Centro del Comercio de Tres Arroyos, 1909, 12 de septiembre, f. 227). El objetivo de las colecciones era entonces fomentar el placer de la lectura y la literatura nacional, pero también contribuir a la educación común poniendo los textos canónicos de la cultura occidental, las novedades del mercado editorial y los últimos adelantos de la ciencia y la tecnología al alcance de un público que no podía adquirirlos por sus propios medios.
Estos principios, compartidos por los promotores de las bibliotecas populares a lo largo del país, iban adquiriendo matices diversos en función de las características singulares de cada asociación. La actuación de los abogados en la Comisión Directiva de la ABR, por ejemplo, se tradujo en una preocupación por conseguir escritos de doctrina jurídica y publicaciones oficiales que sirvieran como insumo a quienes se desempeñaban en los tribunales provinciales y federales con sede en la ciudad. Asimismo, la escasa provisión de bibliotecas escolares en estos centros urbanos fue un motivo para que las entidades procuraran enriquecer las secciones destinadas a los estudiantes y a la consulta a partir de un diálogo fluido con los establecimientos vecinos de instrucción primaria y/o secundaria. Lo cierto, sin embargo, es que, durante sus primeros años de funcionamiento, estas bibliotecas no contaron con información sistemática sobre las preferencias de sus lectores ni, en muchos casos, con personal fijo y especializado que se ocupara de sondear sus gustos. Las exiguas adquisiciones se efectuaban, eminentemente, de acuerdo con la competencia y la intuición de las autoridades a su cargo, a las oportunidades de compra o a los azares de la filantropía. En algunos casos, se estimuló también a los asociados para que hicieran llegar sus intereses y solicitudes al bibliotecario o a la presidencia, pero no tenemos registro efectivo de este tipo de comunicaciones en los archivos institucionales. Como veremos, la codificación estadística y la expertise del personal fueron en la mayoría de los casos una consecuencia de los requerimientos de los organismos gubernamentales y de la complejización paulatina de la propia estructura institucional.
El acrecentamiento de las colecciones se efectuaba a partir de tres mecanismos: la donación, el canje y la compra, que incluían, a su vez, formas singulares como los legados, en el caso de la primera, y la suscripción, en el de la tercera.14 Las bibliotecas populares, en tanto iniciativas de la sociedad civil, dependieron en gran medida de la generosidad de esta para dar comienzo y continuidad a sus acervos. A pesar de que manuales de biblioteconomía de la época, como el de Arnim Graesel (1914), afirmaban que la compra en bloque de conjuntos bibliográficos era la más recomendada para constituir los primeros fondos, lo cierto es que pocas asociaciones se hallaban en condiciones de llevar adelante erogaciones semejantes. Aun cuando las comisiones directivas manifestaron desde el principio su voluntad de compra, esta debió sujetarse a los ingresos provistos por ayudas monetarias ocasiones o por los aportes societarios. Como consecuencia, las colecciones estuvieron sometidas a la incertidumbre que suponía la dependencia respecto de la entrega gratuita –de por sí fluctuante y sensible a los vaivenes de la economía– de libros y folletos por parte de organismos e individuos particulares interesados en su desarrollo.
En 1869, Edward Edwards (2009 [1869]), una de las figuras más relevantes para el establecimiento de las free townlibraries en el Reino Unido, había advertido enfáticamente sobre la excesiva supeditación de los fondos a la disponibilidad de las donaciones:
La experiencia demuestra que, en circunstancias ordinarias (dejando de lado el dinero cedido para ser invertido en libros), las donaciones proveen muy pocos de los libros estándar y de excelencia que deberían constituir la base de una Town Library, tanto en sus secciones de consulta como de préstamo (Edwards, 2009 [1869], p. 46) [traducción propia].15
Para asegurar una “adecuada” provisión bibliográfica era imprescindible, entonces, una política activa de selección y compra que incluyera las novedades editoriales, a la vez que las obras educativas destinadas a la elevación de los hábitos lectores de los “estudiantes y trabajadores” que frecuentan este tipo de instituciones.
A pesar de su justeza, estas recomendaciones, reiteradas en manuales de distintas procedencias, resultaban inviables para los noveles proyectos bibliotecarios del interior bonaerense. Si la iniciativa de instituir bibliotecas populares recaía en la sociedad civil, otro tanto sucedía con su sostenimiento y aprovisionamiento, sobre todo en el transcurso de sus primeros años de vida. Como mencionamos, la entrega directa de parte de los asociados y la solicitud de donativos a entidades de mayor importancia y antigüedad eran los modos más habituales de iniciar la colección. Los relatos inaugurales de las instituciones de Tres Arroyos, Coronel Suárez, Pigüé y Saavedra coinciden en la centralidad que tuvieron los aportes de los particulares en la formación del cúmulo originario imprescindible para que comenzaran a prestar servicios (Figuras 1 y 2).
4. Haciendo camino al andar: las donaciones y las colecciones de la costa sur
Estos “regalos bibliográficos” –otorgados, la mayoría de las veces, por los mismos miembros de las comisiones directivas– eran de lo más variados. El listado de 66 donaciones, por ejemplo, que recibió el Centro de Comercio entre 1897 y 1899 –en que finalmente abrió al público su sala de lectura– incluía narraciones y guías de viajes (El viajero universal, Wandering South America), publicaciones oficiales (“dos censos generales de la provincia de Santa Fe”, Guía nacional de la República Argentina, 1894), manuales de distintas disciplinas y de divulgación científica (“dos aritméticas”, “una literatura americana”, Ejercicios gimnásticos, “un tomo de pedagogía en francés”, Geografía universal, Las ciencias modernas, Higiene de los novios, Química), obras de reflexión religiosa y filosófica (“responsos contra la religión en francés”, Dios de las obras, Filosofía positiva), literatura en diversos idiomas (Le chevalier d´Harmental, Don Quijote de la Mancha, La granja del desierto, El prisionero del Senda, Los Miserables, Tartarín de Tarascón, Don Juan Tenorio, Adventures of M. R. Verdant Green, Poetical Works), libros de historia (Historia de la guerra civil de España, La inquisición en España, Los héroes del siglo XVII, La inquisición, el rey y el nuevo mundo), ediciones discontinuas de revistas (El exportador americano, La Ilustración Artística de 1894 y seis meses de 1898), textos conmemorativos (Ecos de la Escuela Normal de Dolores) y hasta partituras (“trozos de música”, Gavota, Ave Verum Corpus y La Walpiria [sic]) (Centro del Comercio de Tres Arroyos, 1897-1900). La primacía de la novela decimonónica melodramática y de aventuras y de la literatura del Siglo de Oro Español, así como de volúmenes educativos o informativos respondía a la doble finalidad –instructiva y de entretenimiento– que se atribuía a esta clase de instituciones. Lejos de los prejuicios sobre la buena o la mala lectura que preocupaban a los círculos oficiales e intelectuales, Enrique Pérez Escrich, Xavier de Montepin o Francisco de Quevedo eran igualmente bienvenidos en los estantes tresarroyenses. En el afán de engrosar el conjunto, se admitían también obras en otras lenguas –cuyos títulos y autores aparecen erróneamente transcriptos en las actas– o documentos de consulta que, con seguridad, eran producto del descarte de los depósitos personales. El caso del CCTA demuestra que, antes que responder a un perfil de la colección definido de antemano, las donaciones contribuyeron a precisarlo, partiendo de una representación general de los propósitos que debía desempeñar una institución popular. Así, a pesar de pertenecer a una agrupación comercial, su fondo bibliográfico no contaba prácticamente con títulos especializados en esa área, pero sí disponía de una sección musical que se iría incrementando con el correr de los años.
El compromiso de sus dirigentes era un factor concluyente para el crecimiento y el sostén de los establecimientos que se demostraba tanto en la cesión del propio tiempo como en las contribuciones materiales. En efecto, de los 51 nombres enumerados en las nóminas de donantes originales del Centro, 17 fueron integrantes de las comisiones directivas y 4, mujeres vinculadas por matrimonio a sendos miembros. Del mismo modo, la ABR de Bahía Blanca al momento de abrir sus puertas recibió importantes contingentes bibliográficos de algunos de sus promotores más conspicuos, como Felipe C. Caronti, Eliseo Casanova, Toribio Villar, Casto Munita y Luis Caronti (García, 1982, p. 35). Este último –uno de sus fundadores– fue para la entidad bahiense un colaborador incansable que, hasta el fin de sus días, remitió nutridas remesas de impresos a la Rivadavia desde su residencia porteña.16 El registro de su primer envío del 21 de octubre de 1884 cuenta con 43 entradas, de las cuales 20 –18 novelas y 2 revistas– correspondían a títulos en francés. Este dato, que muestra cierta incongruencia con las facultades lectoras esperadas del público popular de fines del 800, es matizado por la inclusión de “folletines recortados de los diarios” y por la colección de La Nación (1880-1883) que Caronti se ocupó de sumar a su obsequio. A ellos añadió, además, revistas científicas y de educación argentinas y extranjeras editadas en años recientes (Revue Scientifique, Anales de la Sociedad Científica Argentina, Boletín del Instituto Geográfico argentino, La educación común, etc.) y series de periódicos italianos (Parténope y Monitore per le collonie) que atendían a las urgencias informativas de la numerosa colectividad de este país que habitaba en la ciudad. Estos mismos lineamientos siguieron sus donaciones posteriores,17 a las que agregó también obras de instrucción e historia militar –él era teniente coronel– y otras referidas al pasado de Bahía Blanca, en ocasiones escritas por su propia mano (Documentos relativos a la fundación de Bahía Blanca). No obstante su heterogeneidad, los envíos de Caronti no se componían exclusivamente de los excedentes de su biblioteca personal, sino que pretendían responder a los intereses, a las expectativas y a las necesidades de los lectores o, al menos, a la representación que el filántropo tenía de ellos. De las partidas recibidas que conocemos, se deduce que para él la Rivadavia debía apuntar a satisfacer una triple demanda: la de los usuarios más eruditos o especializados capaces de leer en francés, alemán o inglés, la de los escolares que requerían manuales y libros de consulta y la de un público general en busca de noticias, asesoría técnica o esparcimiento que privilegiaba la lectura en español y sus lenguas madre. El apremio por proveer este tipo de literatura lo condujo, asimismo, a comprar colecciones (los 24 tomos de la Biblioteca internacional de obras famosas en 1910) y a suscribirse a publicaciones (Revista de filosofía de José Ingenieros en 1915) exclusivamente en beneficio de la institución. Estas concepciones que, en principio coinciden con las orientaciones que en otras latitudes intentaban imprimir las altas burguesías a la lectura popular (Lyons, 2001), no constituían una política grupal sistemática que llevara a excluir otro tipo de materiales destinados al entretenimiento.18 En efecto, las primeras compras efectuadas por la comisión directiva (CD) de Biblioteca Rivadavia incluían obras de Paul de Kock, Alejandro Dumas, Víctor Hugo y Enrique Pérez Escrich que respondían al gusto popular, como las novelas que había incorporado Caronti. Al igual que sucedió con otros protectores, como Rafael Palomeque, la residencia de este último en la capital con motivo del desempeño de cargos públicos le permitió establecer un contacto inmediato con el mundo intelectual y el mercado librero porteño que supo capitalizar en beneficio de la biblioteca bahiense.
A pesar de la envergadura de las donaciones mencionadas, la colección de Bahía Blanca recibió un invalorable impulso inicial de la Biblioteca Pública (BP) de Buenos Aires, la cual estaba dirigida en aquel entonces por Manuel Trelles. Tan solo veinte días después de la inauguración, se resolvió en asamblea general comunicarse con ella, “dándole cuenta de la fundación de esta y pidiéndole tenga á bien enviar algunos reglamentos de asociaciones análogas” (Asociación Bernardino Rivadavia, 1882, 25 de abril, f. 9). Ante la ausencia de autoridades organizadas para el sector a nivel nacional o provincial, la flamante asociación recurría a la entidad porteña en busca de asesoramiento y de protección. En respuesta, Trelles remitió el reglamento de la Biblioteca Popular del Municipio de la capital, una descripción del funcionamiento y la estructura de la misma y una remesa de “libros y folletos del Gobierno”, tal como había hecho con “otras populares de la provincia” (Asociación Bernardino Rivadavia, 1882, 4 de mayo, f. 59). En el orden fáctico, frente a la vacancia estatal y la solicitud de las interesadas, la BP asumía el rol tutelar que su antigüedad y su prosapia le reservaban en la orientación y la organización del sistema bibliotecario. Continuando esta experiencia primigenia, la Rivadavia tuvo una política sostenida y enérgica de solicitud bibliográfica a los organismos públicos que redundó en una acumulación de documentos administrativos oficiales en sus estanterías. La conformación de una importante sección de “Administración, Derecho, Estadísticas, Hacienda Pública” –que en otros acervos, como el de Tres Arroyos, ni siquiera existía– la convirtieron, en el transcurso de las décadas, en un centro archivístico para la región.19 Los gobiernos provinciales, los municipios, el Ministerio de Gobierno bonaerense y los ministerios nacionales del Interior, de Agricultura, de Guerra, de Relaciones Exteriores y de Justicia e Instrucción Pública, las cortes supremas de ambas jurisdicciones, la Dirección General de Estadística de la Argentina y de otros países latinoamericanos, el Museo de Ciencias de La Plata y las facultades de las universidades nacionales contribuyeron con sus memorias, anales, boletines, compilaciones de leyes, fallos y sentencias, discursos, informes y anuarios con miras a constituir también un centro de referencia de documentos administrativos de carácter general (Lyons, 2001, p. 70).20 Así, la colección se concebía tanto en términos de lectura popular como de preservación y construcción de una memoria colectiva común a la manera de las bibliotecas estatales.
Un párrafo aparte ameritan las aportaciones de las sucesivas comisiones protectoras de la provincia de Buenos Aires a estas dos bibliotecas decimonónicas, en especial las ocurridas entre 1888 y 1890 bajo el liderazgo de Augusto Belin Sarmiento, a la sazón, director de la Biblioteca Pública (BPLP) de la provincia. Como ha señalado Ayelén Dorta (2022), desde esta última institución platense se intentó impulsar el sostén, el crecimiento y la creación de bibliotecas populares en todo el territorio provincial para lo cual la comisión resolvió la compra y distribución de colecciones bibliográficas entre aquellas que ya estuvieran operando. Durante esos dos años, quedaron asentados 209 volúmenes enviados por esa repartición a la entidad bahiense. A diferencia de lo que sucedió en épocas posteriores, en el conjunto de las siete remesas recibidas las obras literarias fueron las más abundantes, representando un 54% del total; el resto estaba integrado en un 28,71% por manuales y libros de texto y en un 9,57% por publicaciones oficiales. Según indicaba el mismo Belin Sarmiento, las partidas se efectuaban de acuerdo “al género de lectura que resulta de mayor demanda según las estadísticas comunicadas” al mismo tiempo que se remitían “suscriciones de varios periódicos europeos como ser algunos ilustrados y revistas que sin duda despertarán grande interés” (Comisión Protectora de las Bibliotecas Populares..., 1888, 28 de febrero). Para “acertar en la elección” solicitaba a continuación que las bibliotecas llevaran un registro “dispuesto por órden alfabético de autores, donde se anotara diariamente los pedidos de obras que no existieran en la Biblioteca” y que se enviara “a esta Comisión mensualmente una lista de las obras más pedidas”, estimulando, de este modo, el ordenamiento administrativo de los establecimientos.
Finalizada esta gestión y hasta 1910, la frecuencia y la variedad de las encomiendas disminuyeron notablemente. Entre 1899 y 1905, la asunción de Fors en la BPLP y la creación de una nueva Comisión de Fomento supuso un viraje en las políticas públicas bibliotecarias de la provincia que, al no estar respaldado por un incremento y una estabilización presupuestarios concomitantes, no obtuvo los resultados esperados (Agesta, 2022; Dorta, 2022). En ese contexto fue que la Biblioteca de Tres Arroyos recibió un contingente de 164 obras para ampliar su acervo. Aunque no tenemos confirmación documental, puede conjeturarse que el lote debía estar compuesto, principalmente, por duplicados e impresos oficiales provenientes del Depósito de Publicaciones, toda vez que el Boletín de la Biblioteca declaraba servirse de las “existencias almacenadas sin provecho” (Bibliotecas de la campaña, 12/1903, p. 129) para fomentar las bibliotecas de la campaña. Luego de esta, la última tentativa de organización gubernamental específica en la provincia durante el entresiglos fue la que llevó adelante la Comisión de Protección y Fomento que funcionó entre 1910 y 1913 (Agesta, 2023). Con ella se reanudaron los esporádicos envíos bibliográficos que, en el caso tresarroyense, consistieron en un giro de varios volúmenes realizado en diciembre de 1910 y, en el bahiense, en dos conjuntos de manuales Soler (del 1 al 92 y del 93 al 100) diligenciados en 1912 por intermedio de la compañía del Crédito Bibliográfico hispano-argentino y en otros 85 ejemplares no detallados. En suma, ese año la Comisión contribuyó a enriquecer el catálogo de la Rivadavia en sus secciones de Ciencias, Artes e Industrias (54% del envío), Historia, Geografía y Viajes (40%) y Literatura y Filosofía (6,5%), haciendo una clara apuesta por estimular la lectura “útil” e instructiva.21
Esta colaboración estrecha con los entes oficiales no estuvo en el horizonte de todas las asociaciones bibliotecarias bonaerenses. Mientras que algunas, como las de Tres Arroyos o Tornquist, la restringieron a los vínculos con el gobierno comunal y con las comisiones de fomento nacionales o provinciales, otras, como la Sarmiento de Suárez, las evitaron deliberadamente durante mucho tiempo. Como consta en el archivo de la CONABIP, el grupo fundador suarence ya en noviembre de 1915, a poco de su apertura, solicitó el apoyo de la Comisión Protectora “en forma de donación de libros ó del modo que crea más conveniente” (Expte. 478-S-15, 1915, 17 de noviembre), para rechazarla después que los consocios manifestaran en la asamblea “no estar de acuerdo con el decreto del 3 de julio de 1908 sobre bibliotecas populares” (Expte. 478-S-15, 1915, 15 de diciembre) que les había enviado el organismo. El problema se originaba en la interpretación del mencionado art. 1, inc. e), referido a las atribuciones de control bibliográfico que este se reservaba. Las discusiones sobre el camino a tomar suscitaron un conflicto institucional y dividieron a los dirigentes, hasta el punto de que el presidente, Jacobo Comisarenco, decidió volver a escribir a la Comisión pidiendo que se le explicara “bien el significado de dicho artículo, para hacerle presente á los socios y sacarles del error que cometen en no querer la ayuda de la comisión” (Expte. 478-S-15, 1915, 24 de diciembre). Aunque no contamos con la respuesta, debemos suponer que no satisfizo a los solicitantes toda vez que sus relaciones con la entidad se vieron suspendidas hasta 1919 cuando, en una nueva nota, requirieron información sobre las condiciones exigidas para adherirse a ella. Hasta que esa ayuda se hizo efectiva, la provisión de libros debió llenarse con las donaciones particulares y las compras esporádicas que habilitaban las rifas y los festivales de recaudación de fondos que, en adición, reforzaban la convivialidad entre sus miembros.
Creada por el Centro Socialista local, la Biblioteca Popular de Pigüé tampoco recurrió a las arcas gubernamentales salvo en casos de excepción, como cuando en 1918 se vio obligada a consultar sobre los mecanismos de asignación de subsidios para encuadernar parte de su patrimonio (Expte. 376-P-15, 1918, 20 de febrero). En 1927, el inspector Arnaldo José Bianchi se encontró con que los mil volúmenes que componían su material bibliográfico se hallaban desde 1925 depositados en la casa de uno de los ex miembros de la CD, dado que la biblioteca solo había podido permanecer en funcionamiento durante seis años. Bianchi, quien se ocupó de incentivar la reorganización de la institución, informó que
Los libros están colocados en seis estanterías simples, de cinco divisiones cada una, resguardados con papel de embalar. La mitad de ellos están encuadernados notándose en todos buen estado de conservación. Hay obras y colecciones de valor, diccionario enciclopédico hispanoamericano, Geografía de Reclus, los Manuales Gallach y libros de texto. Se calcula en $1000 el precio de ese material de lectura (Expte. 376-P-15, 1927, 17 de junio).
La mayoría de los libros “habían sido adquiridos con fondos del Centro y donaciones de sus afiliados” mientras que pocos, aclaraba, eran los obtenidos mediante la ayuda oficial. A pesar de la militancia política de sus gestores, el acervo no parecía poseer rasgos ideológicos claros, sino, más bien, un perfil generalista que, a criterio del inspector, lo volvía pasible de integrar cualquier biblioteca popular. Sin embargo, una mirada atenta sobre el catálogo de 1916 (Expte. 376-P-15, CONABIP) demuestra que, como señala Jonathan Rose (2010, p. 116) a propósito de las bibliotecas obreras británicas, en estos acervos la cultura conservadora coexistía con el radicalismo político y adquiría nuevos sentidos ligados a la militancia. Su “poder liberador” (Rose, 2010, p. 241) emergía a partir del complejo movimiento de apropiación de los autores clásicos que efectuaban los lectores populares. No resulta sorprendente, entonces, que Marx y Kropotkine compartieran estantes con Carolina Invernizzio, Charles Dickens y Conan Doyle -por mencionar solo algunos-, conformando una colección aceptable ante los ojos de las autoridades. Asimismo, el alto porcentaje de literatura de entretenimiento que la caracterizó desde sus inicios -63,38% del catálogo, seguido de lejos, por el 13% dedicado a la filosofía, la teoría política y la religión- la aproximó al perfil de sus pares regionales.22
Su objetivo de reunir “buena parte de los conocimientos humanos” de Filosofía, Historia, Sociología, Literatura y Educación que anunciaba los márgenes de sus hojas membretadas, sin embargo, estuvo lejos de cumplirse dado que el patrimonio de 940 volúmenes que arrojaba su balance de 1916 era prácticamente el mismo que encontró Bianchi una década más tarde. De entre los libros –100 eran folletos– 497 (59,17%) habían sido donados y 343 (40,83%) comprados por la BPP gracias a las cuotas societarias y, sobre todo, a las ofrendas monetarias que muchos simpatizantes les habían otorgado en sus comienzos. Siguiendo una práctica muy extendida en las poblaciones pequeñas e intermedias, el periódico El Reflector publicó durante el mes de septiembre de 1914 la nómina completa de los 36 donantes y el detalle del número de volúmenes (aunque no sus datos bibliográficos), el monto de dinero o el servicio obsequiado.23 En representación oficial, solo el Ministerio de Agricultura figuraba con la entrega de 7 volúmenes; el resto eran personajes destacados del socialismo nacional, como Nicolás Repetto (24 volúmenes.) y Alfredo J. Torcelli (33 volúmenes, 10 cartillas anti alcoholistas y 20 retratos de Ameghino) o individuos de la localidad, entre los que se destacaban los integrantes de la comisión directiva Pelayo Fernández (40 volúmenes), José E. Verga (19 volúmenes, más 10 volúmenes de La Nación) y Miguel Tablar (16 volúmenes), los propietarios de su sede –Vicente L. y Severo Celano ($15 y 50 volúmenes y $30 y 29 volúmenes, respectivamente)– y los familiares vinculados a la actividad bibliotecaria como Carlos Verga (24 volúmenes) a quien encontraríamos en la Biblioteca Alberdi de la vecina Saavedra.
También por las notas periodísticas sabemos de las adquisiciones de esta última. En ese caso, sin embargo, la finalidad de las publicaciones parecía ser tanto homenajear la generosidad de los donantes como difundir el material disponible en la sala, dado que a la lista de los nombres se sumaba la de los títulos por ellos cedidos. Gracias a El Fiscal, órgano de prensa local, y a las actas de la asociación sabemos que la Alberdi llevó adelante una acción incesante para incrementar el caudal bibliográfico de sus fondos. Desde 1916 distribuyó entre la población de Saavedra una circular promoviendo la incorporación de nuevos socios y las donaciones donde se apelaba a la bondad y a la “humanidad” de los jóvenes en pos de cimentar un futuro para todos (Figura 3). En 1919, además, instituyó el 15 de noviembre como el Día del Libro, una jornada durante la cual dos comisiones de miembros dirigentes de la biblioteca pasarían por los domicilios a “a recolectar libros para reforzar en algo las existencias y poder así atender mejor las exijencias (sic) de los lectores” (Biblioteca Popular “Juan Bautista Alberdi”, 19 de octubre de 1919, p. 1). El éxito de la “colecta”, como la denominó la prensa vernácula, quedó plasmado en la extensa lista publicada durante cinco números de El Fiscal donde se registró un total de 89 volúmenes recibidos de 28 donantes entre los que se contaban particulares, organismos públicos y establecimientos privados. En esa ocasión, tanto la Cámara de Diputados de la Provincia de la Buenos Aires como la Comisión Protectora contribuyeron con impresos oficiales (sesiones de la Cámara de ese año, Anuario oficial 1912, Ley de orgánica de Instrucción Pública, Memoria pública 1917-18, Memoria de la Caja Nacional de A. Postal 1916-1917, Memorias de la C. Protectora de Bibliotecas Populares 1915-19, Memorias del 2º Congreso Nacional de Comercio e Industria) y otros de carácter instructivo y patriótico (v. g. La Revolución de Mayo, La Educación Popular y la música, Patria, Arboricultura urbana, San Martín, Rivadavia, El sentimiento de argentinidad, Sarmiento, etc.) Entre los dones de los adeptos locales, por el contrario, primaba la literatura (Los Miserables, La reina de los ladrones, Aventura de tres rusos y tres ingleses, Juvenilia, Novela Semanal, etc.), las biografías (Santiago de Liniers, Álbum biográfico, Santos Chocano, etc.) los libros de viajes y de historia (A través de Chile, En el corazón de Asia, Los misterios de la Inquisición, La Dictadura de Rosas, entre otros), los manuales escolares (Nociones de Geografía, Física, Diccionario Español-Alemán, Terceras Lecturas) y las revistas técnicas (Eléctricas y Mecánicas, Industrias). En el conjunto destacan algunos lotes, como el reunido por uno de los bibliotecarios de ese entonces, Carlos Verga, que traslucen tendencias anticlericales y librepensadoras. Entre las obras donadas por Verga se encontraban, entre otros, los ensayos Determinismo y responsabilidad del socialista francés Augustin Hamon, Mitología científica, La Comuna, Federalismo, Los negocios de Roma, de R. F. de Lamennais, I misfatti all'ombra del Vaticano. Romanzo anticlericale illustrato, de Giovanni de Nava, Génesis y evolución de la moral, de Charles Letourneau,24 y La familia libre, del anarquista catalán Leopoldo Bonafulla.25 En la misma tónica, las donaciones de Nicolás Mielgo y Silvino Álvarez, ambos miembros de la CD como el anterior, incluían, respectivamente, ¿Con Moisés o con Darwin?, de César Montemayor referido a la controversia católico-materialista sobre el origen del Universo y Problemas sociales, de Henry George. Por supuesto, este sesgo no impregnaba todo el patrimonio: junto a estos títulos se aceptaron otros entre los que se hallaba, por ejemplo, el Nuevo testamento. La diversidad bibliográfica replicaba, así, la heterogeneidad de la audiencia tanto en sus aspectos ideológicos como lingüísticos, tal como demuestra la decena de obras en italiano que completaban el listado.
La colecta de 1919 constituyó un hito significativo para la biblioteca saavedrense. La iniciativa catalizó, más que la generosidad popular, la colaboración de la Comisión Protectora que la CD había solicitado en 1918. A partir de febrero de 1920, cuando la protección se hizo efectiva (Biblioteca Popular Juan B. Alberdi, 15 de febrero de 1920, p. 1), los envíos de la agencia se multiplicaron hasta el punto de representar, durante ese año, el 68,22% de las donaciones. Aunque estaban principalmente constituidas por publicaciones oficiales, educativas y de historia nacional, sus remesas, a las que se sumaban los libros comprados por encargo de la institución local, fueron también las responsables de hacer llegar por primera vez a la entidad la incipiente bibliografía bibliotecológica que circulaba en el país. El Manual del bibliotecario – aunque no podemos determinar si se trataba de el de Santiago Amaral (1916) o el de Arnim Graesel (1914)–, Las bibliotecas de Montevideo de Luis R. Fors y la memoria de la propia comisión estuvieron desde entonces al alcance de los interesados.
Si la representación oficial en la totalidad de las partidas se incrementó a lo largo del tiempo, no sucedió lo mismo con el aporte popular. En efecto, la lógica del don, como ha señalado François Mairesse (2013, p. 180), parece desalentarse allí donde la intervención pública tiene mayor incidencia; a la inversa, el papel de los donantes resulta más significativo en esos momentos y lugares donde esta participación se encuentra menos consolidada. Confirmando esta tendencia, en 1905, el diario La nueva provincia de Bahía Blanca, se quejaba de que, en la ABR, si bien el número de socios había crecido, “no sucede lo mismo con respecto á los donantes; entre éstos solo figuran el ingeniero Luis Luiggi y el señor Estévez Cambra; las restantes donaciones datan de épocas muy anteriores” (Biblioteca “B. Rivadavia”, 27 de mayo de 1905, p. 1). Luego del entusiasmo inicial la prodigalidad decaía y, más allá de algunos casos puntuales, las donaciones se convertían en gestos con una fuerte carga simbólica que agrupaciones o individuos realizaban en determinadas coyunturas. Ejemplo de ello, fue el obsequio que la Asociación Española de Socorros Mutuos de la ciudad hizo a la Rivadavia con motivo del Centenario de la Revolución de Mayo en 1910. La colección se componía de mil volúmenes, finamente encuadernados, que habían sido elegidos en Madrid por Miguel de Unamuno (García, 1982, p. 47). Aunque no contamos con la nómina completa, la prensa explicó que esta se componía de un 60% de obras científicas y un 40% de literarias, todas de autores ibéricos y “de gran utilidad para abogados, médicos, ingenieros, profesores, arquitectos, etc.” (Donación de los españoles, 20 de agosto de 1910, p. 5).26 La selección del escritor se fundamentaba en una concepción de la biblioteca como lugar de solaz y, a la vez, de capacitación y de perfeccionamiento; asimismo, la operación de recorte estaba orientada por la voluntad de mostrar y difundir la producción hispánica en territorio americano. Este objetivo aparece confirmado por el requisito de que fuera de uso gratuito para todas las personas que deseasen consultarla. Sin embargo, junto a esta cláusula, el obsequio fue acompañado de otras condiciones donde se solicitaba que no se permitiera la extracción de los libros fuera del recinto de la biblioteca y que estos fueran colocados “en un departamento especial, visible fácilmente y en el cual pondríamos por nuestra cuenta una pequeña inscripción, que llegado el caso con Ud. convendríamos, haciendo saber a las generaciones futuras el origen de tal obsequio” (Comisión Española Pro-Festejos Centenario, 1910, 7 de febrero). Al igual que sucedía en los museos, el regalo funcionaba en estas ocasiones como marca de distinción para los otorgantes al concretar una búsqueda de trascendencia fundada en la proyección social que tenía el legado de bienes culturales a una institución de alcance público (Baldasarre, 2006).
Es preciso subrayar que, más allá de la disminución que experimentaron las donaciones en términos relativos, lo cierto es que continuaron siendo la fuente principal de aprovisionamiento bibliográfico para las bibliotecas populares bonaerenses. Para 1914, en la ABR estas representaban aún el 66,67% de los ingresos, frente al 30,53% de las compras y al modesto 2,8% del incipiente canje interbibliotecario (Figura 4). Si bien la evolución no fue lineal ni progresiva, resulta ilustrativa la diferencia en las proporciones respecto de la memoria de 1912: allí el renglón de compras había debido ser excluido del presupuesto de gastos debido a la exigüidad de los recursos disponibles que solo habían alcanzado para mantener en funcionamiento el servicio (Asociación Bernardino Rivadavia, 1912) Los balances de 1914 –y, aún más, los de 1915– demuestran, por el contrario que la subvención nacional, sumada al éxito de las campañas de socios, permitió un incremento del 45,52% en las entradas anuales que pudo ser reinvertido en la adquisición de nuevo material de lectura.
El rol que pasarían a desempeñar estos subsidios en el desarrollo de las colecciones fue rápidamente comprendido por algunas instituciones nuevas, como la Biblioteca Ernesto Tornquist de esa localidad. Fundada en 1917, sus primeros estatutos establecieron explícitamente que su fin sería “crear y sostener una Biblioteca Popular de acuerdo con las disposiciones de la Comisión Protectora de Bibliotecas Populares de la Nación y la Comisión de Fomento y Protección de Biblioteca Populares de la Provincia” (Biblioteca Popular Ernesto Tornquist, 1917, 2 de abril, f. 3). Al contrario de lo sucedido en, por ejemplo, Suárez y Pigüé, desde el comienzo la Ernesto Tornquist reconocía a los organismos públicos como fuente principal de sostén y de abastecimiento, tal como lo confirmó el hecho de que el 31 de mayo decidieran publicar en el periódico local El Eco de Tornquist (inhallable, hasta el momento) las obras enviadas por la Comisión nacional (Biblioteca Popular Ernesto Tornquist, 1917, 31 de mayo f. 12). En efecto, las actas de sesiones dan cuenta de la confección frecuente de listas de pedidos para remitir a esta repartición y de los debates sobre la conveniencia de comprar determinados libros o de suscribirse a ciertas publicaciones, pero no incluyen referencias a donaciones, más allá de las solicitadas a los órganos de prensa nacionales (Caras y caretas) o regionales (La nueva provincia). La estrategia de los tornquistenses –que ya habían experimentado el fracaso de una primera iniciativa en 1906– era sostener la afluencia de los (ahora existentes) fondos oficiales manteniendo su funcionamiento regular y acorde a la norma y, a la vez, fomentando acciones para recaudar dinero con miras a incrementar su patrimonio por vías comerciales.
Conclusiones
Los que tengan libros, no dejen que los insectos los destruyan,
eso es un crimen habiendo tantos sedientos de saber!...
Donarlos es hacer obra humana!
(Expte. 281-S-18, 1918, 2 de junio)
La exhortación precedente que los dirigentes de la Biblioteca Popular “Juan Bautista Alberdi” de la localidad de Saavedra dirigieron a sus paisanos durante una de sus primeras campañas de incorporación de socios y de libros, pone de relieve el sentido que tuvieron las donaciones bibliográficas como muestras del compromiso activo de los individuos en la construcción de lo colectivo, además de como fuentes de distinción simbólica para los mismos oferentes. Esta lógica, que había primado en los fundamentos mismos del modelo de las bibliotecas populares impulsado desde los últimos treinta años del siglo XIX, continuaba operando como principio para garantizar su continuidad y su conservación a inicios de la centuria siguiente pero no resultaba suficiente para sostener el crecimiento coherente y continuo de las colecciones. Si la su conformación había dependido en gran medida de las contribuciones de los vecinos de las localidades de origen, su desarrollo posterior requirió del concurso de los poderes públicos que, a medida que transcurría el tiempo, extendían y consolidaban su presencia en el territorio.
Como se ha demostrado en este artículo, el surgimiento y el sostén de las bibliotecas populares del interior provincial, a pesar de entroncarse con representaciones y procesos más generales, presentan dinámicas y sentidos específicos que demandan una observación situada. Su estudio exige, pues, contemplar la inscripción territorial como una variable constitutiva de su singularidad. La lejanía respecto de Buenos Aires y La Plata que las convertía en “zonas grises” de la presencia estatal (Plotkin & Zimmerman, 2012), la existencia de sectores medios locales activos e imbuidos del ideario moderno y civilizatorio, su convicción de que el progreso material debía ser acompañado por un desarrollo “espiritual” igualmente destacado y la puja por la hegemonía regional entre los poblados, dieron a estos proyectos una impronta distintiva que los diferenció de los que se originaron en enclaves de ocupación colonial, con tradiciones letradas arraigadas o próximos a las sedes del poder político. La ausencia de bibliotecas oficiales otorgó a las populares fundadas por iniciativa de las asociaciones la categoría de instituciones públicas y las consagró como piezas centrales de la cultura local. Asimismo, sus comisiones directivas fueron espacios de distinción para los grupos letrados de la zona que encontraron allí la posibilidad de construir sus bases de legitimidad, reforzando sus capitales intelectuales, sociales y políticos (Agesta, 2016). De esta forma, las entidades se convirtieron en agentes decisivos para gestionar y poner al alcance de las poblaciones bonaerenses un material bibliográfico diverso que los acotados mercados libreros vernáculos no estaban en condiciones de proveer.
El recorrido cuantitativo por la evolución bibliotecaria del sudoeste confirma, sin embargo, la existencia efímera e inestable que caracterizó a estas entidades tempranas hasta la regularización del sistema de subsidios y de la administración pública del sector. Si bien las trayectorias reconstruidas parecen rebatir esta afirmación dado que constatan la supervivencia de algunas de ellas desde hace más de un siglo, no debemos olvidar que los vestigios dispersos que llegan hasta el presente son los de aquellas entidades exitosas que, al contrario de muchas de las mencionadas en los registros, pudieron o supieron sortear los obstáculos que encontraron a su paso. Todas ellas, no obstante, atravesaron momentos críticos a los que pudieron sobreponerse merced a la filantropía de algunos particulares y, sobre todo, a la cooperación de los recursos estatales. Las tácticas desplegadas por las respectivas comisiones directivas para obtener unos y otros impactaron, sin dudas, en la configuración diferenciada de los patrimonios, así como también en la posición que cada establecimiento pasó a ocupar en el conjunto de bibliotecas de la región.
El notable incremento de volúmenes experimentado por la ABR fue, en gran parte, consecuencia de una política activa de solicitud de material a organismos públicos, autores y medios de prensa y de la posibilidad de vehiculizar beneficios ante las autoridades a través de miembros y ex miembros de la dirección ubicados en puestos clave del gobierno o en contacto con el mundo intelectual de las capitales. En acuerdo con la hegemonía regional que pretendía ejercer la ciudad de Bahía Blanca, su acervo fue adquiriendo los rasgos de una biblioteca pública destinada tanto a la lectura popular como a la conservación de la memoria común. El derrotero de las demás entidades analizadas fue disímil y varió en función del origen de las donaciones recibidas y de los lazos, más o menos fluidos, que establecieron con las reparticiones oficiales. Contra las expectativas a priori, bibliotecas de procedencia sectorial, como la de Tres Arroyos, o pertenecientes a agrupaciones políticas, como la de Pigüé, fueron conformando colecciones generalistas que -aunque con ciertos matices ideológicos en el último caso- no presentaron distinciones rotundas con los de las surgidas de asociaciones culturales de carácter más amplio. Al igual que en las de Saavedra y Suárez, la dependencia respecto de los obsequios particulares para engrosar su oferta de impresos condujo a prescindir de los procesos de selección y a apartarse de los debates sobre la “buena” o la “mala lectura” que atravesaban a los círculos letrados o políticos. Todo libro era bienvenido en las ávidas arcas de estas bibliotecas donde lo “posible” se imponía por sobre lo “deseable”. La ampliación del poder de compra –y, por lo tanto, de canje– que habilitaron los subsidios estatales fue entrevisto por asociaciones como la de Tornquist que, a pesar de mantener su atributo de popular, decidieron acudir principalmente a estos fondos como manera de asegurar la provisión regular de materiales actualizados y adecuados a su proyecto institucional.
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Notas
Recepción: 30 Agosto 2023
Aprobación: 10 Enero 2024
Publicación: 01 Abril 2024